Por Roberto Molinares
El más grande violinista por fin había llegado a Viena y me preocupaba el hecho de no haber podido conseguir una entrada. El músico se recuperaba de una extenuante gira. Tirado por caballos negros, su carruaje más parecía un vehículo funerario que un transporte de viaje.
Había recorrido caminos enlodados, y las carreteras
de piedra y polvo de toda Europa. Llevaba consigo un valioso cargamento. Los
inconcebibles violines fabricados por los más célebres lutieres del mundo.
La prensa reseñaba el halo misterioso de su presencia. Se hacía eco de
los amoríos que se le atribuían, y resaltaba la destreza que lo había
convertido en leyenda viviente. No era extraño que se agotaran entradas de
todas las funciones del Teatro Imperial.
Debí apelar a mis amigos del mundillo del espectáculo. No podía perderme
la ocasión de presenciar el fenómeno.
John McMillan, el empresario que había contratado al artista, era un ciudadano
inglés, residenciado en Viena desde hacía mucho. Me condujo hasta el vestíbulo
del hotel donde el maestro me esperaba. Mi intención era ofrecerle mis
servicios como biógrafo.
Me había hecho una imagen de su apariencia. Eran frecuentes las publicaciones de pinturas y retratos en casi todos los diarios del continente. Al acercarnos, se levantó del sillón y dejó expuesta su alarmante delgadez y estatura. La melena revuelta le hacía semejar a un hombre luchando contra una tormenta. Me extendió una mano exagerada. Sus dedos eran una curiosidad fisiológica que semejaba un abanico inmenso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al momento de estrecharla. Su otra mano, se hundió en su cabellera echándola hacia atrás.
Todo en él era impresionante: la nariz angulosa, los ojos hundidos y adormilados, enmarcados en una sombra violácea. El mentón era disimulado por abundantes patillas que casi le cerraban la barba.
El maestro fue breve. Hizo un mínimo esfuerzo por parecer cortés. Lucía
cansado.
— ¿Un nuevo intento de biografía?... puede resultar alentador, pero a
estas alturas ya nada me importa. ¿Está seguro que quiere conocer a fondo mi
vida? Yo mismo no me conozco y poco le puedo contar. Tendría que recoger todo
lo que se dice de mí. Algunas cosas pueden que sean verdad, pero otras son
totalmente infundadas. Por último, le advierto, es bastante difícil seguirme el
paso. Aún mi sombra, algunas veces se cansa de mí. — Dijo abriendo los brazos.
Por poético que esto pareciera, me hizo reparar en mi sombra y en la de
McMillan, pues ambas se proyectaban nítidamente sobre la alfombra, pero de
forma inexplicable, la figura del artista estaba exenta de proyección. Aquello
me descolocó. Mi intelecto comenzó a elucubrar respuestas lógicas. Lo atribuí a
la iluminación del vestíbulo, hasta que una vez más calmado, decidí pensar que
me estaba dejando llevar por el halo que el músico se empeñaba en transmitir.
—Lo que se diga de mí, fuera de la música, siempre quedará en la duda.
Hay cosas que no pueden explicarse. —Hizo una pausa estudiada para mirarme
fijamente—. Dejaré un adelanto a sus inquietudes. Mi talento está muy ligado a
mis defectos. Padezco una rara enfermedad de nacimiento y fue mi padre, quien
al convencerse de que no podría desarrollar tareas que requiriesen esfuerzos
físicos, me regaló un violín y con ello me abrió el cielo y el infierno.
Sonrió y continuó.
—Muchos alegarán que mi virtuosismo obedece a un pacto, pero diré algo en
mi defensa: el talento es lo de menos. He visto a músicos con mucho talento,
incapaces de rendir un cincuenta por ciento. Si no hay entrega y trabajo, de
nada vale el talento. Sin esfuerzo y disciplina, las fuerzas sobrenaturales,
poco podrán hacer.
Me había puesto muy nervioso. Intenté cambiar el tema y pregunté si acaso
usaría alguno de los Stradivarius de
su colección. Respondió que usaría el Guarnerius
de siempre, por su sonoridad.
—Il mío Cannone.
Percibí un extraño olor flotando en el ambiente y quise achacarlo a mi
imaginación.
—Le invito a disfrutar de mi presentación y así usted podrá sacar sus
propias conclusiones. El amable señor McMillan le asegurará un lugar especial
—dijo mirando al inglés, dejando por sentado que mi asistencia sería un
hecho.
—Además de ser un gran músico, el hombre es un ilusionista. No sé cómo lo
hizo, pero me dejó muy impresionado.
Nos separamos en silencio. La cabeza me daba vueltas. A casi cincuenta
pasos de mí, McMillan impostó la voz como si hubiera olvidado decir algo
importante.
— ¡Karl! ¡No todos los días se tiene la oportunidad de ver tocar al
mismísimo diablo! —Su voz hizo eco en la calle desierta.
Alcé mi mano en señal de despedida y seguí mi camino a orillas del Danubio en busca de algún carruaje. Tomé la precaución de comprobar si mi sombra me seguía. Constatarlo me brindó cierta tranquilidad.
…..
Me di a la tarea de recoger información en torno a su enigmática persona.
Me fue difícil separar al ser humano, de su propia leyenda. Paganini había sido calificado como un prodigio desde niño. Su maestro, el célebre maestro Alessandro Rolla, consideró que no tenía nada más que enseñarle, cuando su discípulo apenas tenía catorce años. Era incomprensible a nivel fisiológico. Las articulaciones de sus dedos tenían tal elasticidad que podían asumir las más complejas posiciones a una velocidad asombrosa.
Tenía además una apariencia
sobrecogedora. En escena semejaba un espantapájaros que sacudía su melena con
histriónicos movimientos. Sus miembros eran tan largos que parecían dislocados.
Siendo un hombre poco agraciado, sorprendía el efecto que podía producir en las
damas, sin importar la clase social. La admiración causaba pasión y la pasión
devenía en una suerte amor, un raro influjo que suscitaba el delirio, los
gritos y desmayos en pleno concierto. Niccolo Paganini acostumbraba enviarle a
sus admiradoras, mechones de sus cabellos que acompañaba con tarjetas, invitaciones
para que se suscribieran a diversas obras benéficas.
.….
El Burgtheater estaba abarrotado. El director de orquesta, Rupert Unger, avanzó hacia el centro del proscenio y su figura solemne produjo el cese del parloteo del público.
Paganini no salió de entre los telones del fondo como se esperaba, sino que atravesó el teatro irrumpiendo por la puerta principal con una demoledora ejecución que nos dejó boquiabiertos. De inmediato, gritos de histeria se produjeron en todo el recinto. Comprendí entonces, por qué llamaba a su violín, Il Cannone. Literalmente era eso, un cañón que se imponía con una sonoridad que parecía opacar a la propia orquesta. Paganini se paseaba con largas zancadas por los pasillos al alcance del público. Todos hacían lo posible por rozarlo, sin atreverse a detenerlo por temor a romper la magia. Los alaridos y desmayos se generaban a cada paso. No, no eran desvanecimientos falsos o sobreactuados, eran mujeres que literalmente perdían el conocimiento y caían hacia atrás o se iban de bruces, mostrando sus recatos al abatirse sus vestidos. Vi a hombres palidecer y tambalearse. ¿Qué clase de música era aquella? Tal poder de seducción era irresistible. El Maestro parecía luchar por atrapar el viento, conjurando una lluvia de dardos con el movimiento de su arco. Una arremetida de semifusas emanaba de aquel Guarnerius bendito, ¿o maldito? La tormenta cesó con la impresión de que la orquesta a duras penas había logrado seguirle. Los músicos jadeaban por el esfuerzo. Con ojos desmesurados, se apreciaban cargados de perplejidad.
Niccolo Paganini estaba exhausto como si hubiese corrido huyendo de un león. Transpiraba profusamente con parte de la cabellera pegada a la frente. Respiraba por la boca entreabierta. Los latidos de todos los corazones podían escucharse. Un sentimiento de belleza y asombro había copado el teatro. La impresionante entrada del maestro me había hecho saltar del asiento y muy poco me faltó para caer al vacío. Con una ovación ensordecedora nos rendimos ante tan desconcertante talento. Niccolo agradeció con una venia que también parecía imposible. Se dobló, con una flexibilidad tal, que estuvo a punto de besarse los pies.
—In caso di rottura di una corda,
sono pronto a suonarne solo una, qualunque essa sia.
El mismo fragmento musical, fue ejecutado con una cuerda distinta cada
vez, pero conservando la misma tonalidad. Era un nivel de dominio absoluto.
Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, procedió al cierre del
concierto basado en los efectos de las candilejas y el fuego. Mientras tocaba
sutilezas en tempo pianísimo, se
iluminó el telón y apareció una sombra a contraluz que parecía inspirar cada
movimiento del maestro. La silueta era grotesca como una gárgola. El efecto
provocó un grito colectivo que estremeció el recinto. Muchos se santiguaron,
pero no por ello dejaron de sentirse arrobados. Nadie que se hubiese quedado
por fuera del teatro, lo creería.
Mi pase de oro, incluía visitar al genio en su camerino. Un edecán me
condujo hasta su puerta. El maestro me recibió con una sonrisa a pesar del
agotamiento. La cabellera era una estopa empapada. Bebía una especie de brebaje
o un cóctel de frutas de color verde.
—No lo incomodaré, maestro. —Dije— Lo que acabo de presenciar
no es humano.
Paganini sonrío.
—Tan solo he jugado con vuestras emociones y sentimientos. He ahí mi
secreto. Apelo a la superstición de todos.
Parecía que de un momento a otro, Niccolo Paganini expiraría. Decidí
marcharme antes de convertirme en la persona que diera el parte de su deceso.
—Felicidades, maestro. Se ha entregado en cuerpo y alma. Espero que
descanse y se recupere.
Me retiré con la sensación de tener pegado a las fosas nasales, un aroma
indescifrable.
.….
Demasiadas travesías y giras. Miles de carreteras. Tal como me había
advertido, fue muy difícil seguirle el paso. Se requería un esfuerzo desmedido
y agotador. ¿Cómo podía lograrlo con una complexión tan frágil? Seguí a la
distancia los devenires de su existencia lo mejor que pude. Era un personaje
tan fascinante que valía la pena registrar su paso por el mundo.
Hacía apenas dos días que su familia le había llevado un sacerdote para otorgarle los Santos Óleos. Su carácter seguía incólume. Sus parientes me contaron que, creyéndose con fuerzas para luchar, rechazó la extremaunción. La actitud fue considerada una ofensa para la Santa Iglesia y se esparció todavía más el rumor del pacto satánico.
Un sirviente me guió en los laberintos una mansión venida a menos, una de
las pocas propiedades que conservaba. Antes de hacerme pasar a la habitación,
me advirtió.
—Su familia ruega que sea breve. Está muy débil.
No más entrar, me sacudió el olor que provenía del maestro. Por estar al
tanto de los detalles de su vida, había descubierto hacía tiempo la razón del
aroma. Sus humores eran exacerbados por el consumo de mercurio, medicina que le
aliviaba de las secuelas de una sífilis contraída en su juventud. Paganini
yacía en una cama que parecía tragarlo. A pesar de la penumbra me reconoció de
inmediato y con voz apagada, preguntó.
— ¿Cómo va… la biografía?
—Trabajo en ella, maestro. Son muchas las cosas que tienen que contarse.
El maestro miró el techo un largo rato. El incómodo silencio fue roto por
un chorrillo de voz.
— ¿Karl… has visitado… Notre Dame?
—En más de una ocasión, maestro. —Paganini luchaba por encontrar las
palabras adecuadas.
— ¿Has visto… las gárgolas que rodean… el templo? —dijo con mucho
esfuerzo.
—Claro que sí, maestro, son monstruosas e impresionantes.
Pensé que deliraba, pues no veía sentido a sus preguntas.
—Pues, yo soy una de ellas… mitad animal, mitad humano.
Perplejo, guardé silencio.
—Soy un demonio que ha custodiado una… extraordinaria catedral.
Confundido, esperé el resto de la confesión.
—La catedral ha sido la música….
Le sobrevino un ataque de tos que lo dejó muy agotado.
Con la mirada perdida, me hizo señas para que me acercara. Casi tuve que pegar mi oído a esa caverna que era su boca. Su confesión me dejó muy sorprendido.
—A pesar de todo… quiero que sepas que he sido… alcanzado por la
misericordia de… Dios.
Un espasmo le impidió seguir hablando. Tomé sus manos en un intento por
transferirle calor, pero solo logré que se enfriaran las mías. Sus estertores hacían
eco en la habitación. Con mucho esfuerzo abrió sus ojos y me repitió de manera
lenta, pero enfática.
—He sido alcanzado… por la misericordia de Dios.
Cerró los ojos como adormilado. No quise incomodarlo más, solté con
delicadeza, sus manos enormes, y salí en silencio. Con dolor, atesoré los
recuerdos de aquel maravilloso concierto en el Burgtheater de Viena.
Roberto Molinares
Noviembre de 2021