RELATOS Roberto Molinares

miércoles, 23 de noviembre de 2022

El Violín y la Gárgola

 Por Roberto Molinares




 

El más grande violinista por fin había llegado a Viena y me preocupaba el hecho de no haber podido conseguir una entrada. El músico se recuperaba de una extenuante gira. Tirado por caballos negros, su carruaje más parecía un vehículo funerario que un transporte de viaje. 

Había recorrido caminos enlodados, y las carreteras de piedra y polvo de toda Europa. Llevaba consigo un valioso cargamento. Los inconcebibles violines fabricados por los más célebres lutieres del mundo.

La prensa reseñaba el halo misterioso de su presencia. Se hacía eco de los amoríos que se le atribuían, y resaltaba la destreza que lo había convertido en leyenda viviente. No era extraño que se agotaran entradas de todas las funciones del Teatro Imperial.

Debí apelar a mis amigos del mundillo del espectáculo. No podía perderme la ocasión de presenciar el fenómeno.

John McMillan, el empresario que había contratado al artista, era un ciudadano inglés, residenciado en Viena desde hacía mucho. Me condujo hasta el vestíbulo del hotel donde el maestro me esperaba. Mi intención era ofrecerle mis servicios como biógrafo.

Me había hecho una imagen de su apariencia. Eran frecuentes las publicaciones de pinturas y retratos en casi todos los diarios del continente. Al acercarnos, se levantó del sillón y dejó expuesta su alarmante delgadez y estatura. La melena revuelta le hacía semejar a un hombre luchando contra una tormenta. Me extendió una mano exagerada. Sus dedos eran una curiosidad fisiológica que semejaba un abanico inmenso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al momento de estrecharla. Su otra mano, se hundió en su cabellera echándola hacia atrás.


Todo en él era impresionante: la nariz angulosa, los ojos hundidos y adormilados, enmarcados en una sombra violácea. El mentón era disimulado por abundantes patillas que casi le cerraban la barba.

El maestro fue breve. Hizo un mínimo esfuerzo por parecer cortés. Lucía cansado.

— ¿Un nuevo intento de biografía?... puede resultar alentador, pero a estas alturas ya nada me importa. ¿Está seguro que quiere conocer a fondo mi vida? Yo mismo no me conozco y poco le puedo contar. Tendría que recoger todo lo que se dice de mí. Algunas cosas pueden que sean verdad, pero otras son totalmente infundadas. Por último, le advierto, es bastante difícil seguirme el paso. Aún mi sombra, algunas veces se cansa de mí. — Dijo abriendo los brazos. Por poético que esto pareciera, me hizo reparar en mi sombra y en la de McMillan, pues ambas se proyectaban nítidamente sobre la alfombra, pero de forma inexplicable, la figura del artista estaba exenta de proyección. Aquello me descolocó. Mi intelecto comenzó a elucubrar respuestas lógicas. Lo atribuí a la iluminación del vestíbulo, hasta que una vez más calmado, decidí pensar que me estaba dejando llevar por el halo que el músico se empeñaba en transmitir.

—Lo que se diga de mí, fuera de la música, siempre quedará en la duda. Hay cosas que no pueden explicarse. —Hizo una pausa estudiada para mirarme fijamente—. Dejaré un adelanto a sus inquietudes. Mi talento está muy ligado a mis defectos. Padezco una rara enfermedad de nacimiento y fue mi padre, quien al convencerse de que no podría desarrollar tareas que requiriesen esfuerzos físicos, me regaló un violín y con ello me abrió el cielo y el infierno.

Sonrió y continuó.

—Muchos alegarán que mi virtuosismo obedece a un pacto, pero diré algo en mi defensa: el talento es lo de menos. He visto a músicos con mucho talento, incapaces de rendir un cincuenta por ciento. Si no hay entrega y trabajo, de nada vale el talento. Sin esfuerzo y disciplina, las fuerzas sobrenaturales, poco podrán hacer.

Me había puesto muy nervioso. Intenté cambiar el tema y pregunté si acaso usaría alguno de los Stradivarius de su colección. Respondió que usaría el Guarnerius de siempre, por su sonoridad.

Il mío Cannone.

Percibí un extraño olor flotando en el ambiente y quise achacarlo a mi imaginación.

—Le invito a disfrutar de mi presentación y así usted podrá sacar sus propias conclusiones. El amable señor McMillan le asegurará un lugar especial —dijo mirando al inglés, dejando por sentado que mi asistencia sería un hecho. 

 Ya fuera del hotel, McMillan habló.

—Además de ser un gran músico, el hombre es un ilusionista. No sé cómo lo hizo, pero me dejó muy impresionado.

Nos separamos en silencio. La cabeza me daba vueltas. A casi cincuenta pasos de mí, McMillan impostó la voz como si hubiera olvidado decir algo importante.

— ¡Karl! ¡No todos los días se tiene la oportunidad de ver tocar al mismísimo diablo! —Su voz hizo eco en la calle desierta.

Alcé mi mano en señal de despedida y seguí mi camino a orillas del Danubio en busca de algún carruaje. Tomé la precaución de comprobar si mi sombra me seguía. Constatarlo me brindó cierta tranquilidad.

…..

Me di a la tarea de recoger información en torno a su enigmática persona.

Me fue difícil separar al ser humano, de su propia leyenda. Paganini había sido calificado como un prodigio desde niño. Su maestro, el célebre maestro Alessandro Rolla, consideró que no tenía nada más que enseñarle, cuando su discípulo apenas tenía catorce años. Era incomprensible a nivel fisiológico. Las articulaciones de sus dedos tenían tal elasticidad que podían asumir las más complejas posiciones a una velocidad asombrosa. 



Tenía además una apariencia sobrecogedora. En escena semejaba un espantapájaros que sacudía su melena con histriónicos movimientos. Sus miembros eran tan largos que parecían dislocados. Siendo un hombre poco agraciado, sorprendía el efecto que podía producir en las damas, sin importar la clase social. La admiración causaba pasión y la pasión devenía en una suerte amor, un raro influjo que suscitaba el delirio, los gritos y desmayos en pleno concierto. Niccolo Paganini acostumbraba enviarle a sus admiradoras, mechones de sus cabellos que acompañaba con tarjetas, invitaciones para que se suscribieran a diversas obras benéficas.

 El propio Paganini jamás aclaró los rumores en torno a sus dones extraordinarios. Se decía que había sido jugador y bebedor en su juventud y que al parecer había llegado al punto de asesinar a un rival violinista por envidia. Muchos seguidores gustaban relatar el génesis de su don. En la penumbra de la mazmorra donde cumplía condena, un ángel se le había aparecido pidiéndole su alma a cambio del talento que había envidiado. De manera inexplicable fue puesto en libertad y a partir de allí, surgió el mito que recorrió toda Europa. La historia guardaba cierta relación con la tradición que se tejió en torno a Giuseppe Tartini, quien había fallecido doce años antes del nacimiento de Paganini. De Tartini se decía que tras soñar con un intimidante personaje que tocaba a rabiar el violín, había obtenido una pieza musical asombrosa. La composición fue denominada: La Tocata del Diablo. Tartini y Paganini, eran músicos italianos ejecutantes del violín y a ambos se les inculpaba de haber hecho pacto con las tinieblas. Las dos leyendas se entrelazaron e hicieron pensar a muchos, que La Tocata de Diablo, había sido compuesta por Paganini, pero en realidad su repertorio era distinto, repleto de los Capriccios para violín que había creado. Paganini era desparpajado, irreverente, e innovador de un género que requería de una técnica muy compleja y exquisita, imposible de ejecutar por cualquiera, que no fuera él mismo.

.….

El Burgtheater estaba abarrotado. El director de orquesta, Rupert Unger, avanzó hacia el centro del proscenio y su figura solemne produjo el cese del parloteo del público.

Paganini no salió de entre los telones del fondo como se esperaba, sino que atravesó el teatro irrumpiendo por la puerta principal con una demoledora ejecución que nos dejó boquiabiertos. De inmediato, gritos de histeria se produjeron en todo el recinto. Comprendí entonces, por qué llamaba a su violín, Il Cannone. Literalmente era eso, un cañón que se imponía con una sonoridad que parecía opacar a la propia orquesta. Paganini se paseaba con largas zancadas por los pasillos al alcance del público. Todos hacían lo posible por rozarlo, sin atreverse a detenerlo por temor a romper la magia. Los alaridos y desmayos se generaban a cada paso. No, no eran desvanecimientos falsos o sobreactuados, eran mujeres que literalmente perdían el conocimiento y caían hacia atrás o se iban de bruces, mostrando sus recatos al abatirse sus vestidos. Vi a hombres palidecer y tambalearse. ¿Qué clase de música era aquella? Tal poder de seducción era irresistible. El Maestro parecía luchar por atrapar el viento, conjurando una lluvia de dardos con el movimiento de su arco. Una arremetida de semifusas emanaba de aquel Guarnerius bendito, ¿o maldito? La tormenta cesó con la impresión de que la orquesta a duras penas había logrado seguirle. Los músicos jadeaban por el esfuerzo. Con ojos desmesurados, se apreciaban cargados de perplejidad.



Niccolo Paganini estaba exhausto como si hubiese corrido huyendo de un león. Transpiraba profusamente con parte de la cabellera pegada a la frente. Respiraba por la boca entreabierta. Los latidos de todos los corazones podían escucharse. Un sentimiento de belleza y asombro había copado el teatro. La impresionante entrada del maestro me había hecho saltar del asiento y muy poco me faltó para caer al vacío. Con una ovación ensordecedora nos rendimos ante tan desconcertante talento. Niccolo agradeció con una venia que también parecía imposible. Se dobló, con una flexibilidad tal, que estuvo a punto de besarse los pies.



 El concierto continuó. Uno a uno, interpretó sus Capriccios, y todos fueron sorprendentes. La técnica del Maestro incluía la construcción de una música desafiante basada en pizzicatos, estacatos y en subibajas de vértigo sobre el diapasón. En un momento procedió a anunciar una tajante demostración.

In caso di rottura di una corda, sono pronto a suonarne solo una, qualunque essa sia.

El mismo fragmento musical, fue ejecutado con una cuerda distinta cada vez, pero conservando la misma tonalidad. Era un nivel de dominio absoluto.

Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, procedió al cierre del concierto basado en los efectos de las candilejas y el fuego. Mientras tocaba sutilezas en tempo pianísimo, se iluminó el telón y apareció una sombra a contraluz que parecía inspirar cada movimiento del maestro. La silueta era grotesca como una gárgola. El efecto provocó un grito colectivo que estremeció el recinto. Muchos se santiguaron, pero no por ello dejaron de sentirse arrobados. Nadie que se hubiese quedado por fuera del teatro, lo creería.

 


Mi pase de oro, incluía visitar al genio en su camerino. Un edecán me condujo hasta su puerta. El maestro me recibió con una sonrisa a pesar del agotamiento. La cabellera era una estopa empapada. Bebía una especie de brebaje o un cóctel de frutas de color verde.

—No lo incomodaré, maestro. —Dije— Lo que acabo de presenciar no es humano.

Paganini sonrío.

—Tan solo he jugado con vuestras emociones y sentimientos. He ahí mi secreto. Apelo a la superstición de todos.

Parecía que de un momento a otro, Niccolo Paganini expiraría. Decidí marcharme antes de convertirme en la persona que diera el parte de su deceso.

—Felicidades, maestro. Se ha entregado en cuerpo y alma. Espero que descanse y se recupere.

Me retiré con la sensación de tener pegado a las fosas nasales, un aroma indescifrable.

 

.….

 

Demasiadas travesías y giras. Miles de carreteras. Tal como me había advertido, fue muy difícil seguirle el paso. Se requería un esfuerzo desmedido y agotador. ¿Cómo podía lograrlo con una complexión tan frágil? Seguí a la distancia los devenires de su existencia lo mejor que pude. Era un personaje tan fascinante que valía la pena registrar su paso por el mundo.

 Con el tiempo, como era de suponerse, llegó el desgaste emocional y la decrepitud. Aquejado por muchos males, el maestro perdió su dentadura. Su dilatada carrera le había permitió amasar una fortuna muy grande, pero en la desgracia, para cubrir los gastos médicos, debió despojarse con dolor de muchas propiedades. Vendió, uno a uno sus preciados Stradivarius. Por último, en total ruina, se desprendió de su amado Cannone, el Guarnerius de su predilección, para poder costear las medicinas y los inflados honorarios de los galenos.

     En mayo de 1840 tome la decisión de hacer un largo viaje hasta su residencia en Niza.

Hacía apenas dos días que su familia le había llevado un sacerdote para otorgarle los Santos Óleos. Su carácter seguía incólume. Sus parientes me contaron que, creyéndose con fuerzas para luchar, rechazó la extremaunción. La actitud fue considerada una ofensa para la Santa Iglesia y se esparció todavía más el rumor del pacto satánico.






Un sirviente me guió en los laberintos una mansión venida a menos, una de las pocas propiedades que conservaba. Antes de hacerme pasar a la habitación, me advirtió.

—Su familia ruega que sea breve. Está muy débil.

No más entrar, me sacudió el olor que provenía del maestro. Por estar al tanto de los detalles de su vida, había descubierto hacía tiempo la razón del aroma. Sus humores eran exacerbados por el consumo de mercurio, medicina que le aliviaba de las secuelas de una sífilis contraída en su juventud. Paganini yacía en una cama que parecía tragarlo. A pesar de la penumbra me reconoció de inmediato y con voz apagada, preguntó.

— ¿Cómo va… la biografía?

—Trabajo en ella, maestro. Son muchas las cosas que tienen que contarse.

El maestro miró el techo un largo rato. El incómodo silencio fue roto por un chorrillo de voz.

— ¿Karl… has visitado… Notre Dame?

—En más de una ocasión, maestro. —Paganini luchaba por encontrar las palabras adecuadas.

— ¿Has visto… las gárgolas que rodean… el templo? —dijo con mucho esfuerzo.

—Claro que sí, maestro, son monstruosas e impresionantes.

Pensé que deliraba, pues no veía sentido a sus preguntas.

—Pues, yo soy una de ellas… mitad animal, mitad humano.

Perplejo, guardé silencio.

—Soy un demonio que ha custodiado una… extraordinaria catedral.

Confundido, esperé el resto de la confesión.

—La catedral ha sido la música….

Le sobrevino un ataque de tos que lo dejó muy agotado.


Con la mirada perdida, me hizo señas para que me acercara. Casi tuve que pegar mi oído a esa caverna que era su boca. Su confesión me dejó muy sorprendido.

—A pesar de todo… quiero que sepas que he sido… alcanzado por la misericordia de… Dios.

Un espasmo le impidió seguir hablando. Tomé sus manos en un intento por transferirle calor, pero solo logré que se enfriaran las mías. Sus estertores hacían eco en la habitación. Con mucho esfuerzo abrió sus ojos y me repitió de manera lenta, pero enfática.

—He sido alcanzado… por la misericordia de Dios.

Cerró los ojos como adormilado. No quise incomodarlo más, solté con delicadeza, sus manos enormes, y salí en silencio. Con dolor, atesoré los recuerdos de aquel maravilloso concierto en el Burgtheater de Viena.

 Pocos días después, recibí la noticia.


Roberto Molinares 

Noviembre de 2021


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El relato, "El violín y la gárgola", fue finalista, obteniendo el segundo lugar entre 250 relatos participantes en el concurso de cuentos "Carretera y Música".  Fue publicado en la antología editada por Sleeperbus, en Madrid, España, 2022.



https://sleeperbus.com/concurso/


martes, 15 de noviembre de 2022

Presentación de libro: "Jalados por los cabellos", de Roberto Molinares

http://www.elperroylarana.gob.ve/libros/jalados-por-los-cabellos/

















Presentación completa del bautizo del libro "Jalados por los cabellos", de Roberto Molinares 

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Leyendo a Will Storr. La Ciencia de contar Historias.

Roberto Molinares, Artista Plástico, Narrador Venezolano y Docente Universitario de UNEARTE, autor de la obra: "Jalados por los cabello...