RELATOS Roberto Molinares

jueves, 28 de mayo de 2020

Tigrero




"Sólo bastaba quebrarle el espinazo de una gran 

manotada y desgarrarle el cuello "


Nuevamente el ladrido lastimero y mortal de un perro. Sobre el miedo, lo único que pudo pensar fue:
―¡Onza! El tigre me ha matado a Onza.
     Lo dedujo, porque ella era la que seguía en el orden de la veteranía. El primer perro era de gran olfato y probada tradición tigrera... Murió de primero. Pero ahora, la madre del resto de la jauría, sería el próximo cadáver que encontraría entre los rastrojos.
    Su frente perlaba de un sudor frío que removía al contacto con el sombrero de cogollo, en su cintura, la vaina de cuero con el cuchillo de "una cuarta y jeme" y en ristre una lanza de un metro y tres cuartos. El perro que lo acompañaba se adelantó a olfatear. En efecto, al apartar el monte dio con lo que quedaba de ella; el lomo totalmente desgarrado, el cuello  cercenado, yacente en una posición anti-natural, sus ojos vidriosos y los colmillos a la vista. Cuando el perro que lo acompañaba, lamía los mortales despojos, se podía observar que las extremidades aún se movían en sus últimas y espasmódicas convulsiones. No quería ver más, no había tiempo para sentimentalismos; si quería salvar al resto de los sabuesos tenía que apresurarse. Enfiló decidido hacia el eco de los lejanos ladridos que retumbaban en la espesura de "la mata".

El sol ya había cubierto más de media jornada. Para él, el saldo había sido funesto. Alquitrán, Onza, Montalaolla, Carabina, el Chucuto, León y Camorra, habían cobrado el premio de su puesto en la jauría, con la muerte. Sobre el afecto filial por sus fallecidos canes, se daba cuenta que corría inminente peligro, tenía presente, que ya dos cazadores -uno con chopo y otro con rifle- habían muerto en su búsqueda. Sólo le quedaba un perro: Doble-seis, pero no era precisamente un animal de encerronas, era un perro faldero. ¡Lo que faltaba! Y a pesar de que ya había alcanzado un buen tamaño, todavía actuaba como un cachorro; todo el tiempo detrás de él.
    En cuanto al terrible gato, se había dado cuenta de su estrategia demasiado tarde, pero al menos a tiempo para salvar su propio pellejo. El felino salía a sabana abierta, oculto en el pasto alto, con el viento a sus espaldas, para solo dejar su olor en el suelo. Y de allí, solo era cuestión de tiempo que los perros lo ventearan olfato a tierra, luego, cuando se cercioraba de que el puntero se alejaba del resto de sus compañeros, desviaba la trayectoria, haciendo una circunferencia, para entrar a su primer rastro y quedar detrás de su perseguidor; así solo le bastaba acercarse rápido y sigiloso a su pretendido cazador, quebrantarle el espinazo con una gran manotada y ultimarlo, desgarrándole el cuello.
Seferino se percató de la celada, y en consecuencia, se apresuró a buscar un claro de sabana con hierbas bajas, donde había algunos chaparros. No existía el peligro de que el enemigo se "puesteara", en la fronda de un árbol, ni que la maleza lo cubriera. El vuelo escandaloso de los pericos que salían de la floresta, delataba la proximidad del depredador, la selva y la sabana no le guardaban secreto. En la persecución, había visto las huellas en la arena, e intuía que se dirigía hacia ese paraje, recordó que, cuando obtuvo un buen detalle de la pisada, completó el dibujo y le superpuso su mano; tuvo que separar mucho los dedos para cubrir la seña, su tamaño era considerable.
    Se dirigió al centro del claro. Doble-seis lo único que hacía era exhalar unos ladridos nerviosos, dando vueltas alrededor del hombre, pero sin perder de vista el perímetro del área, aunque en momentos, retrocedía hasta sus piernas y tenía que espantarlo...
―¡Ahora si me compuse yo con este pi'azo e'perro!

"El animal se le vino encima, levantó la escopeta a manera de barra, las garras de la fiera chocaron con ella" 


    Pero él también era víctima de la impaciencia del miedo, que le trastocaba la noción del tiempo. Sentía que desde la boca del estómago partían rayos que se proyectaban hacia sus extremidades produciéndole violentos estremecimientos. Apretaba la lanza con tanta fuerza, que le producía dolor en las manos. Su mente viajó hacia los tiempos de su juventud, cuando cazó su último tigre con arma de fuego. Momento, desde el que tuvo que volver a contar sus años...El animal listo para cargar contra él; se llevó la escopeta a la cara, haló el gatillo.,. ¡Nada! Repitió el movimiento, pero estaba trabada. Gritó, para que los indios, que hacían las veces de lanceros, procedieran, pero era inútil, habían desaparecido con todo y lanza. Se sobrepuso al vano deseo de huir, sería precipitar su muerte, así que optó por esperar la arremetida, sosteniendo el inservible trabuco por los extremos con ambas manos. Era lo único que podía oponerle. El animal se le vino encima, levantó la escopeta a manera de barra, las garras de la fiera chocaron con ella y el empuje de su peso lo rechazó hacia atrás, por fortuna su espalda dio con el tronco de un moriche, tomando providencial apoyo, y con la fuerza del desespero, sostuvo el ataque. La fiera permaneció erguida, sosteniéndose en el arma; dos filas de puñales cónicos se abrían y cerraban repetidamente a menos de cuatro palmos de su cara, tan cerca, que sentía su fétido aliento. Pero, los rugidos y gruñidos, él los oía lejanos, como en un sueño. Sus fuerzas flaqueaban, toda la escena la comenzó a vivir en una forma extrañamente lenta...Sin duda, fue Dios mismo, quien hizo que su padre, que venía rezagado, oyera los rugidos a través de la jungla y se apresurara a salvarle la vida; ese día su padre lo engendró por segunda vez.

    Duró una semana temiendole al sueño, porque al juntarse sus párpados veía al tigre, era una pesadilla constante, al punto, de llegar una noche a gritar desde el chinchorro. No obstante, este trance solo le había hecho arrancar la promesa de que no cazaría más al tigre con bácula sino con lanza, pues, como todo buen llanero, sabía que lo más seguro era cazar al pintica con lanza, porque "La lanza falla, si falla el amo".

"No deje de mirarle las patas mi'jo aguaíteselas bien, 

 ellas son las que le van avisar el momento del ataque"

   
Divagando en sus recuerdos estaba, hasta que percibió el cambio de los ladridos de Doble-seis; ahora un gruñido bajo con un dejo de aullido; ya no se apartó de su lado. Rotó su posición para ponerse de frente al sitio señalado por los aullidos. No lo veía, pero sabía que estaba allí y que lo estaba mirando. El animal también quería terminar pronto con esa persecución y al saberse descubierto, no rehuyó el encuentro y emergió del gamelotal, con una soberana quietud. Era evidente que el jaguar estaba  bellaquea'o; sólo una fiera cebada podía actuar así. Avanzaba a pasos lentos y cortos con movimientos caprichosos en la cola. Los ladridos de Doble-seis, eran sólo un ruido de fondo en la inminente lucha.
―¡Amalaya pinta menudita! - Ya nos aguaitamos las caras-. Pensó de una forma maquinal, un inútil ejercicio intelectual ante la proeza de cuadrar un blanco en la anatomía de una bestia que dobla al lancero en peso, cuando el corazón quiere salirse del cuerpo en cada latido.
"Hijo cuando esté frente al pintica no le vea los ojos, pues su mirada apoca al hombre y lo vence sin luchar”. Recordó esto demasiado tarde, ya había visto los ojos del animal; fue en menos de un segundo, cuando su humanidad se proyectó a través de un par de abismos insondables en una caída lenta de giros rápidos; sintió un vértigo que lo envolvió en un total sopor. El animal también lo supo y sin pérdida de tiempo, se precipitó contra el hombre. Pero ya en el aire algo torció su trayectoria, un cuerpo blanco con manchas negras. En ese momento Seferino reaccionó, y por instinto, adelantó la lanza. Tigre y perro chocaron en el aire, pero una tercera fuerza fue la que logró que el primero se desviara... La lanza había traspasado a Doble-seis.

    Los cuerpos se separaron con los desgarradores aullidos del can perforándole el espíritu; puso el pie con violencia sobre el abdomen, y con un movimiento enérgico retiró la lanza.
    Esta vez, los ojos que arrojaban fuego eran los de Seferino. El felino se abstenía de cargar ¡Debía cargar! No podía mantener esa presencia frente a él por mucho tiempo. Seferino se acercó, poniendo todo su sistema nervioso en cada detalle de todos sus lentos movimientos, hizo apoyo en el pie izquierdo y sintió la tibieza de la arena entre los dedos de su pie derecho y se la arrojó a la cara tratando de provocarlo...Tuvo que repetir esta peligrosa maniobra.

    "No deje de mirarle las patas mi'jo aguaíteselas bien, porque ellas son las que le van avisar el momento del ataque"-. En efecto, vio cómo los miembros se flexionaban en el encogimiento previo al salto; levantó la vista. Ya sabía lo que tenía que hacer. -"Arrímele e el cabo 'e lanza en el traga'ero que él se ensarta solito".
    El peso lo tumbó, pero él ya se había apartado de la trayectoria del tácito cadáver. Todos los sentimientos lo sobrecogieron a una, dolor, alegría, congoja, paz, rencor y culpa. Dio unos pasos vacilantes hacia su perro, las piernas no lo podían sostener, se desplomó de bruces sobre Doble-seis, con los ojos arrasados, tomó su cabeza entre las manos, lo estrechó en un abrazo estremecido de sollozos, tinto de sangre. Y sintió la lengua semiseca que lamía su brazo... Era el amigo que se despedía de él.





Alí J. Reyes Hernández
Escritor venezolano. 
Ha publicado dos libros de cuentos, Tigrero (2002) 
Portugal mar afuera y otros relatos (2012). 
Se caracteriza por darle a la crónica el formato de cuento, 
con una narración rápida, directa, breve y de finales contundentes.
Además, administra la bitácora miscelánea: 
En la actualidad reside en Maringá (Brasil)

viernes, 22 de mayo de 2020

Frente a una gran montaña

Hombre frente al  Monte Everest


Cuando una gran montaña se interpone, sólo queda recurrir paradójicamente a lo más diminuto.  Una porción de fe del tamaño de una semilla de mostaza.
Ese es el tema de mi inspiración, la promesa divina de que un gran monte puede ser echado a la mar.
Mi amado hijo David Molinares, de 14 años de edad, canta junto a mí, el tema de mi autoría: Montaña Alta. 

Espero desde la sencillez, que mi música pueda tocar sus corazones.







Montaña Alta: Letra y Música: Roberto Molinares. Derechos Reservados
Socio # 8051 SACVEN Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela

domingo, 10 de mayo de 2020

Atascado en el fango a medianoche



"El auto se puso en marcha pues yo luchaba en busca de oxígeno"

Era medianoche. Mi padre salió en busca del único vehículo que había en el vecindario. Yo era muy pequeño, creía morir de un ataque de asma. Bajo una pesada lluvia, papá tocó la puerta. El señor Silvino se encontró con la figura de un hombre empapado y desesperado. 
Silvino señaló con resignación un Mercedes Benz que bien podía ser exhibido en un museo. “El auto está a la orden, pero tiene tiempo que no enciende, a menos que  ocurra un milagro”

A pesar de sus dudas, el auto encendió y además ocurrió otro prodigio. 

Cuando intentaban llevarme al hospital, el vehículo se hundió en un bache pantanoso. Las ruedas del antiquísimo carro negro rugían y salpicaban fango en un remolino de frustración. Empapado y con el lodo hasta las rodillas, mi padre empujaba para tratar de sacarlo. a pesar de que estaba solo, no estaba solo. Lo asistía un poder desconocido. No fue el hecho de empujar. Al fin y al cabo, el vehículo pudo haber encontrado algo de fondo desde donde pudo reimpulsarse para salir. Pero resulta que mi padre siempre aseguró haberlo levantado en vilo como si no pesara nada, algo casi imposible de creer.




Papá era un hombre demasiado ecuánime y jamás habría exagerado para alardear y menos en una situación donde mi vida pendía de un hilo.  Barnizado de pantano, papá abrió la portezuela y se introdujo manchando la fina tapicería del clásico. El señor Silvino lo miraba sorprendido. Seguramente se preguntaba cómo lo había logrado. Sin tiempo para despejar enigmas, el auto se puso en marcha pues yo luchaba en busca de oxígeno.

Cada vez que nos encontrábamos con el señor Silvino, papá insistía en que le saludara con deferencia. Me obligaba  a hacerle una venia. Mi padre lo consideraba mi salvador de aquella noche y quería que aprendiera a expresar mi agradecimiento. El señor Silvino era un hombre muy respetuoso, lucía un bigote canoso y vestía casi siempre de traje y corbata. Cuando el señor Silvino se alejaba, mi padre me llevaba hasta la calle, ahora pavimentada y ya sin vestigio alguno de la hondonada que casi nos engulle. 

Se paraba en medio de la calle y me señalaba el punto exacto donde todo había ocurrido.  Mi madre siempre ha certificado el prodigio, porque ella lo presenció, lo vio todo desde nuestra casa. Bajo la lluvia, a pesar de su debilidad, mi padre se convirtió en titán en medio de la noche. Siempre reconoció que no había sido él, sino que todo había ocurrido a través de él.

Después de aquella ocasión, el auto del señor Silvino nunca más encendió.



sábado, 9 de mayo de 2020

Su extraña forma de besar

"Saltó del muelle con un impulso de abismo, entró al mar emborrascando las aguas"
Obra: Mujer emerge del mar. Acrílico sobre cartulina. Autor: Roberto Molinares



No podía dejar de pensar en la lengua de esa chica. Me separé de sus labios frondosos y azucarados. Logré tomar resuello. Lo hice casi con brusquedad pues necesitaba aire. Su boca era una ventosa que succionaba mis entrañas con un poder desconocido.

La tomé por los hombros y la puse a distancia. Admiré su rostro perfecto, su cabellera de alga desparramada desde los hombros hasta la cintura. Admiré su medio cuerpo desnudo. Sus pechos eran turgentes, macizos y suaves al mismo tiempo. 
¿Quién te enseñó a besar así?—  la chica sonrió—. Negó rotundamente con un movimiento de cabeza.
   — Es mi primer beso. Nunca antes había besado.
¿Cómo es posible? — dije confuso  —. Su lengua era una sierpe musculosa que esculcaba, barría mis encías, sacaba brillo de mis dientes.
   — Puede deberse  — dijo con algo de sonrojo —. A mi alimentación. Me gusta el pescado. Mientras más espinoso, me parece más dulce, más nutritivo. Es bueno para el cabello. Tal vez por eso mi lengua está entrenada. Puede detectar espinas; es movediza y flexible para sacar espinas que se hayan clavado en mis encías. Mi lengua puede llevarlas hasta los dientes y así puedo escupirlas sin accidentes.

No era agradable la revelación de su secreto, pero cualquier defecto podía disculparse, aún la repugnante descripción de su técnica. 

Sus labios eran un imán. La atraje hacia mí y de nuevo sobrevino la asfixia de su espiritrompa en mi garganta. No sin esfuerzo me desgajé de ella. Me sentía aturdido y ajeno como si me hubiera aspirado el alma.

   — Tengo que volver— dijo —. Y giró el rostro hacia el mar como para esconder una lágrima.  Se entretuvo viendo el vaivén de las olas. Yo tomé su mano. Me miró de nuevo y sonrió.

   — Volveré, no te preocupes —. Me dio la espalda, y con ella, la visión asombrosa de su cabellera. Saltó del muelle con un impulso de abismo; entró al mar emborrascando las aguas. 

       Parecía llevar un ceñido traje de noche, un vestido de lentejuelas verdes que fulguraban al sol. 

       Por muchos días esperé su regreso. La sirena no cumplió su promesa. Pude ver su aleta remontar la última ola del ocaso.

La Fórmula de Invisibilidad (imbecibilidad)

"Le abriríamos el pico y lo obligaríamos a beber la poción, si luego de algunos segundos, el gallo desaparecía, la beberíamos nosotros"




 Mi amigo Leo, mi hermano Arnaldo y yo, al regresar de un viaje a la playa, decidimos crear un club. Habíamos traído piedras pulidas por la arena y una de ellas semejaba bastante un cráneo humano. Leo, nuestro cabecilla, que era muy creativo, propuso llamar al club, "La Calavera del Pirata". Sonaba temible y aventurero, muy propio para representarnos. El club, inicialmente acogería en su seno, sólo a nosotros, sus tres únicos miembros. Leo como siempre sería el Presidente, yo el Vice-Presidente y mi hermano, el secretario, (sí, secretario con minúscula, porque era el más pequeño y al que nosotros le daríamos órdenes). Aunque ahora parece una cosa muy infantil y banal, para nosotros no lo era. Cuando se es niño, uno asume los roles de juego con una responsabilidad, que ya quisieran los adultos tenerla en la vida real. 
Leo entonces creó una especie de estatuto, se inventó unas cuantas reglas, cuyo incumplimiento sería sancionado con una especie de degradación al mismísimo estilo militar. El Presidente y el Vice, estaban exentos, pero no el secretario. Es decir, cualquier desobediencia de mi hermano, podía costarle su cargo y ser rebajado simplemente a "bedel". Leo se reía de sus ocurrencias porque sabía a quién aplicarlas.  A decir verdad, yo no era tan cruel con mi hermano, pero sin mucho criterio personal, seguía las instrucciones e inventivas de Leo, y sí teníamos que rebajarlo de cargo, sencillamente se hacía y punto. Una de las normas inviolables era que en "La calavera del Pirata", por ningún concepto, jamas admitiríamos niñas. 

 Acondicionamos nuestra sede en un ranchito lleno de gaveras de refresco que teníamos en el patio de nuestra casa. Las mismas gaveras nos sirvieron de sillas y escritorios y finalmente nos instalamos. Una de las tantas cosas que Leo propuso, fue que tratáramos de inventar una fórmula que nos permitiera lograr la invisibilidad.  

Nos dimos a la tarea de recolectar todos los frascos de medicinas vencidas que encontramos en nuestra casa: jarabes para la tos, merthiolate, alcohol, agua oxigenada, expectorantes, lociones de afeitar, yodo, Bay Rum, restos de refrescos y cerveza. Buscamos una olla vieja y en ella vaciamos todos los contenidos. Era un caldo oscuro que apestaba a licor. Le agregamos agua hasta que el líquido alcanzó más o menos la mitad de la olla. 

La idea era la siguiente; haríamos hervir el  elixir, dejaríamos que se enfriara, lo embotellaríamos, y luego lo enterraríamos en un hueco por unos cinco días o más, hasta que tomara cierta consistencia. Después procederíamos a desenterrarlo. 

La siguiente fase tal vez sería la más difícil, atraparíamos a un gallo que teníamos en casa al que apodábamos Heriberto Baygón, por su habilidad para cazar cucarachas. Le abriríamos el pico y lo obligaríamos a beber la poción. Si luego de algunos segundos, desaparecía, la beberíamos nosotros. Por supuesto, lo más seguro es que mi hermano fuese el conejillo de indias para esta fase tan peligrosa.

Angéla, que era apenas dos años mayor que nosotros, ya había experimentado una terrible quemadura de tercer grado al volcar una olla de agua hirviendo sobre sus muslos. 

 Después de corretear por todo el patio habíamos logrado atrapar al gallo y la  olla ya estaba montada en el fogón, cuando mi hermana Ángela, se apareció atraída por el olor fuerte y fermentado. Lo primero que hicimos fue echarla. Ella no tenía derecho a husmear ni entrometerse en las actividades del club. Fuimos tajantes y nos mostramos indignados. Ángela preguntó alarmada, qué era aquello que olía así. Le contestamos casi al unísono.

——La fórmula de la invisibilidad. 

Le contamos con  detalle lo que pretendíamos hacer con el gallo. Ángela abrió los ojos alarmada.  Recibimos una sarta de insultos. Nos llamó imbéciles y otros adjetivos que nos parecieron muy ofensivos. Nos estaba dando su primera clase de química. No podíamos sospechar que con el tiempo sería profesora.
——¿Acaso no saben que el alcohol es inflamable?- Inflamable era una palabra demasiada técnica para nosotros. No teníamos noción del peligro, tampoco entendíamos nada.

——¡Va a explotar la casa! ¡se va a incendiar! ¡Boten esa porquería y dejen al pobre gallo, lo van a envenenar. ¡Aunque se desaparezca, no se tomen esa porquería si no quieren morirse!

Ángela evitó una tragedia.

 Tal vez no habríamos podido darle  la poción al gallo, o no  habríamos tenido valor para dárselo a mi hermano, mucho menos lo hubiésemos tragado nosotros, pero sí, pudiéramos haber generado un incendio o una explosión.

Angéla, que era apenas dos años mayor que nosotros, ya había experimentado una terrible quemadura de tercer grado al volcar una olla de agua hirviendo sobre sus muslos. Sabía lo peligroso que podía resultar el jueguito. En la emergencia del hospital le habían arrancado con unas pinzas la piel abombada.

Leo nos reunió en sesión urgente. Ángela había hecho méritos suficientes como para ser recibida como el primer miembro femenino del club. Luego de un largo debate tomamos una difícil decisión. La regla principal debía cumplirse. 

No la admitimos. 

Llamarnos imbéciles era una afrenta demasiado grande.

El vientre de los lagartijos

"Dentro hay un corazón palpitando, lo corto de cuajo de inmediato sin que sangre"


Observo el mar desde mi ventana; parece que se avecina una tormenta. 
Percibo un tenue olor a café recién colado. Observo a Chanteclair dando saltos y chillidos en su jaula. El viejo Víctor me dijo alguna vez: “No te acerques demasiado. El pájaro verá su propia imagen en tus pupilas, y creerá que es un abejorro. Tu luz puede apagarse de un solo picotazo”. 

Estoy en mi casa de playa y me propongo desenterrar un tesoro. Voy hasta una de las habitaciones. Descorro la puerta del closet. Hay abrigos y sombreros. Abajo, zapatos femeninos de todos los colores y estilos. Hago un espacio barriéndolos con mis pies y comienzo a cavar en el piso con una piqueta de albañil. 

El primer golpe cuartea el granito y dibuja una tela de araña. Tomo impulso y agrando la herida. El olor a café comienza a esparcirse por toda la casa. 


Chanteclair canta, acompañando la cadencia de mis golpes. Ha empezado a llover. Rápidamente el hoyo se hace lo suficiente grande para engullirme. 

He dejado atrás el granito y ahora estoy sobre tierra compacta, que luego da paso a una arenisca oscura y mojada que huele a playa. Con una pala extraigo cúmulos de arena. El crujido de la pala contra algo grande y sólido me saca una sonrisa. En efecto, es lo que pienso: un cofre pesado. Vuelo a martillazos el seguro. 

Al abrir la tapa se escapa una fuerte luz de su interior y debo apantallar mis ojos con las manos. La luz mengua poco a poco como una linterna que agota sus baterías. Debería sorprenderme o desconcertarme, pero no ocurre así. Dentro hay un corazón palpitando. Es una entidad viva y viscosa. Tomo una decisión guiado más por la curiosidad que por el instinto. Lo corto de cuajo de inmediato sin que sangre.

 En su interior hay un cilindro que tiene una etiqueta con una fecha que no puedo distinguir. ¿una capsula de tiempo? Parece un tubo de ensayo metálico. Lo abro y me llevo otra sorpresa. De su interior sale una pequeña salamandra de color violeta que sube por mi mano, adhiriendo su vientre frío a mis dedos. Me asalta un nuevo recuerdo del viejo Víctor: “La felicidad se encuentra en el vientre de los lagartijos”. 

El violeta es un bello color. Me debato. No sé si deba abrir el vientre del lagartijo. Admito que me gustaría saber lo que lleva adentro, aunque creo que la salamandra ignora  mis intenciones.

 Emerjo del hueco y voy hasta la sala. Observo el mar emborrascado desde mi ventana mientras tomo una taza de café. 
La tormenta ya está aquí y efectivamente se desgarra el cielo con una espada de luz  que toca las aguas en el horizonte. 

Es un trueno descomunal y extenso que me saca con sobresalto de debajo de mis sábanas. Me desperezo con un bostezo y dejo caer mi almohada. Resulta que he estado de gira por mundos alternativos gracias a mis dotes de onironauta y encuentro en ambas realidades algunas sincronías;  el acecho de la tormenta la lluvia. 

Me preocupa Chanteclair por su temor a los truenos. Voy presuroso en su búsqueda. 

Contemplo una escena de horror. El ave tiene un barrote de su jaula atravesado en el pico como si pretendiera escapar o buscara oxígeno a toda costa. Algunas pequeñas plumas aún flotan. 
El estruendo le ha cortado el hálito aunque el rayo debe haber caído en algún punto muy lejano del mar. 

Es extraño... todavía danza el aroma de café recién colado a pesar de que estoy completamente sólo en la casa.

viernes, 8 de mayo de 2020

Fantasma enamorado


"Morgan se convirtió en un desalmado, el pirata más temido de la historia"

La atemorizante figura de Sir Henry Morgan es casi transparente. Su mano sana descansa sobre la empuñadura de su espada, responsable de cientos de decapitaciones. En su frente tiene una arruga similar a una cicatriz. Nadie conoce su secreto, pero Morgan es un fantasma que aún pena en altamar después de cuatro siglos, pero no por sus crímenes de guerra. Anida un dolor en su corazón. Inconsolable, el pirata sufre por una eterna pena de amor.
Sobre su hombro lleva un asombroso pájaro que ostenta el color de la hierba del Caribe, un ave que puede hablar. Cuando el pájaro lo hace, el rostro del pirata cambia, sonríe y la arruga de la frente desaparece. La criatura lleva por nombre, Rita Watford, como la chica de ojos azules que le brindó el primer beso en su natal Gales y le inspiró sus iniciales y torpes sonetos. 
Tenían 13 años cuando se juraron amor, hasta que un hecho terrible truncó el idilio. Morgan fue secuestrado en Bristol y vendido como esclavo en las Bermudas. Se convirtió en un desalmado, un personaje de leyenda, el pirata más temido de la historia.


Rechina la cubierta por el taconeo de su pata de palo. Su navío destartalado y neblinoso huele a pólvora. En lo alto ondea la bandera de la muerte. Morgan intenta hacer hablar a Rita. El ave se niega y ladea la cabeza, observa al pirata desde la perspectiva de un solo ojo.
__ Dame un besito Rita, por favor, ¡anda preciosa!-  Curiosamente, Morgan no suplica en su idioma. Tiene un fluido castellano gracias al intercambio con sus prisioneros hispanos y caribeños. Deja caer con desdén el brazo terminado en garfio. ¿Para quién habrán sido sus besos y aquella mirada que tanto se parece al mar ?  
Es un fantasma enamorado y triste.  Finalmente Rita, imita el chasquido de un beso. 

Entonces Morgan sonríe y la arruga de su frente desaparece.

miércoles, 6 de mayo de 2020

El extraño ofidio sin clasificar


"Comencé a escuchar un ruido extraño y lo asocié al sonido que se produce durante la caída de un gran árbol" 


Mamá estaba sentada en una mecedora en medio de la sala y tenía en brazos a mi pequeño hermano Arnaldo, quién estaba borracho de sueño pero se negaba a dormir.  Mi abuela también se encontraba allí. Ella sí estaba semidormida, sentada en su eterna compañera, la vieja silla de cuero de chivo.  Mi hermana Ángela que era dos años mayor que yo, estaba junto conmigo  en la sala. Extrañamente todos nos sentíamos aletargados.

Mamá nos había invitado varias veces a que jugáramos en la entrada de la casa donde había un pequeño piso de cemento contra el cual algunas veces pulíamos tapas de refresco. Mamá deseaba que el bebé se durmiera para adelantar la montaña de ropa que tenía que lavar a mano.  La prioridad era la retahíla de pañales de mi hermanito.


Era raro, ninguno de nosotros quería moverse de su sitio. Que no lo hiciera mi abuela, era normal, pues pasaba la mayor parte del tiempo sentada, mirando el vacío, pero no era el caso de nosotros, siempre activos. Era como si la tarde con su calor nos hubiese amodorrado. 
Comencé a escuchar un ruido extraño y lo asocié al sonido que se produce durante la caída de un gran árbol. En la serie Tarzán, había visto las escenas de tala de grandes troncos. El crujido al romperse la madera era idéntico al que ahora escuchábamos.

"Se encogió como un resorte de
adelante hacia atrás y salió propulsada como una banda elástica"

De un salto, mi hermana y yo volamos. Yo fui a caer sobre la maleta que mi abuela había traído de Colombia y que conservaba como si estuviera a punto de devolverse. Mamá gritó y subió los pies a la mecedora y aferró al bebé a su pecho. Ángela gritó con todas sus fuerzas. Mi abuela por supuesto no hizo nada, siguió mirando el vacío.
La serpiente estaba en medio de la sala, era grande, de un color verde claro, de cabeza achatada, casi redonda. Se encogió como un resorte de adelante hacia atrás y salió propulsada como una banda elástica. 



Del piso al techo fue un vuelo considerable. Lo más asombroso fue que se enroscó sobre un horcón de la esquina de la sala, justo encima de la nevera. Mamá siguió gritando y no era para menos, bastante aterrador era de por sí una serpiente, pero esta tenía propiedades especiales, volaba. 

Yo bajé de la maleta de un salto, salí disparado por la puerta y eché a correr calle arriba. Parecía que huía, algo comprensible para un niño de 6 años, pero en realidad iba en busca de ayuda. 

Llegué hasta un rancho todavía en construcción, donde se hallaban algunos hombres trabajando. Dos de ellos utilizaban machetes. Traté de explicarles la situación pero no entendieron o no me prestaron atención. Rompí a llorar, les dije que una culebra había entrado en mi casa, temía por mi familia, temía por mi hermanito. Uno de los hombres se hallaba sobre una escalera de madera dispuesto a subir al techo del rancho. El hombre dudó. Me miró unos momentos. Decidido, comenzó a bajar los tramos.
Conduje a los hombres hasta mi casa, venían con sus machetes. Entraron y comprobaron que era cierto. Mamá todavía gritaba. Todos habían logrado salir, menos mi abuela que permanecía sentada sin inmutarse adentro. Mamá indicó a los hombres el lugar donde se hallaba el ofidio.  La serpiente todavía se hallaba enroscada detrás de la nevera. 
Uno de los hombres la pinchó por detrás, obligándola a salir por una abertura que había entre el techo y el latón que hacía las veces de pared frontal de nuestro rancho. Cuando la sierpe asomó la cabeza, otro hombre desde afuera, la decapitó. 


Examinaron largo rato a la serpiente exangüe. Con la punta del machete juntaron la cabeza con el resto del cuerpo. Mamá entonces les relató el tremendo salto del suelo hasta el horcón. El hombre, al ver el color y la cabeza achatada, sentenció categórico. "Es una Sapa, una serpiente Sapa". Tenía mucha lógica, los sapos se desplazan a saltos y ésta era verde y podía retraerse y saltar. Así que no teníamos por qué dudar de la sapiencia del hombre y de su categórica sentencia y así lo creímos por mucho tiempo.



martes, 5 de mayo de 2020

Juego Disparejo

Ilustración: Roberto Molinares

"Aquella confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo"



             Dedicado a mi padre, Ángel Horacio Molinares, el héroe de esta historia.

              Los Plateños nos recibieron con una banda musical. No estoy muy seguro, pero prefiero creer que ellos vestían como Brasil, de casaca amarilla y pantalón azul. En realidad ni siquiera puedo recordar el color de nuestro uniforme, me parece que era un azul desvaído y triste. El campo era un terreno seco, sin grama, un antiguo cementerio que aunque ahora se encontraba desprovisto de montículos, cruces y monumentos, conservaba en su seno los restos de antepasados y olvidados héroes de  la guerra federal. El  público, de pie, rodeaba el terreno sin gradas. Estoy seguro de que sobre el pecho teníamos el nombre del pueblo, de la escuela. Era un día despejado con un sol achicharrante. 
En medio de la algarabía sonó el silbato. Ambos equipos tardamos en acostumbrarnos a un balón impredecible por el terreno irregular y pedregoso. Uno de los nuestros, Guillo Tapia, estrenó sus zapatos poniendo en aprietos al guardavalla de Plato. Boñe, nuestro delantero estrella, husmeaba como un perro. Todo estuvo muy parejo en el primer tiempo, con oportunidades de cada lado. Entre aplausos y música nos fuimos al descanso sin abrir el marcador.


En la segunda parte se nos puso difícil la cosa. El Ñeca, nuestro portero, fue bombardeado, pero respondía con frialdad. El público aupaba con gritos a Plato, mientras nosotros ensayábamos veloces contragolpes. Pero quiso la suerte, cuando mejor jugaban los Plateños, dejar un rebote a los pies de Boñe.  El nuestro, sin mucho brillo, con un indecoroso chute liquidó las aspiraciones de Plato. El balón entró dando tumbos de piedra en piedra como un conejo. El arquerito pataleaba de rabia mientras nosotros festejábamos.
               En tan solo un instante, el acogedor carácter del público cambió. El árbitro olvidó su imparcialidad y comenzó a pitar en nuestra contra. Aun así, el tiempo se acabó y tuvo que sentenciar el final sumando más descontento en la gente.


Ilustración: Roberto Molinares

El Público Pedía a gritos la revancha. Se armó una gran discusión. Nuestros delegados alegaban que sólo un empate podría dar oportunidad a  la revancha. Habíamos ganado y punto. Salimos del terreno en medio de una silbatina. Parecía que estaban a punto de lincharnos.

Llegamos al hospedaje aún burlándonos del arquerito de Plato, cuando nos detuvo el rostro severo del maestro Miguel. Las risas cesaron al instante. El maestro estaba de brazos cruzados y respiraba profundo.
—La escuela de Plato no tiene derecho a revancha, pero nos han propuesto a la fuerza un juego con los alumnos de bachillerato. El Alcalde de Plato nos ha presionado.
Un murmullo de desaprobación se levantó. El maestro hizo una pausa y pidió calma. Parecía estar a punto de llorar. Suspiró y agregó en tono de orden.
— ¡Hay que ir al río a lavar los uniformes, debemos estar listos para mañana!
              La complementaria nos retaba para el día siguiente sin tiempo para reponernos. El partido se haría en horas de la mañana para aminorar el calor. Aquella confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo.
              El amanecer nos alcanzó cansados y ojerosos. El maestro parecía haber sufrido pesadillas y estaba de un humor de perros. Mientras tomábamos el desayuno en silencio, sentí un pinchazo en las tripas. Es verdad que sentía miedo, pero me negaba a creer que aquel retortijón era resultado del temor. La hora avanzaba y nos fuimos a vestir con la seriedad de quien va a un funeral. Teníamos la tragedia pintada en la cara. Una hora antes del partido tuve que usar el baño varias veces y ya estando en camino al campo, debí desertar para internarme en los matorrales. Temía no poder jugar. Era preferible parecer cobarde que verme maculado en plena cancha.


"Sólo nos faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste" 


              Desfilamos por el pueblo, pasamos por la plaza y la iglesia y enrumbamos hacia el viejo cementerio. El Maestro Miguel y el Subdirector José Santander iban delante. Las muchachas de la escuela femenina de Pedraza estaban con nosotros para apoyarnos. La gente nos saludaba y se unía en procesión. No pudiendo aguantar más, me confundí con el gentío en un leve descuido del maestro. Mi objetivo era llegar hasta una pequeña tienda de alimentos que había visto de camino al río. Avergonzado expliqué mi situación a la dueña del negocio.
—Señora por favor, necesito limón y bicarbonato-  Me sentía débil. Las piernas me fallaban. La doña puso frente a mí una sustancia burbujeante que prometía mantener intacto mi honor.  Jaime Patiño, de diez años, uno de nuestros jugadores suplentes,  me  encontró cuando estaba yendo lo más rápido que podía hacia el campo de juego. 
— ¡El maestro Miguel está echando chispas! ¡Eres el capitán y el juego está retrasado por tu culpa! El Maestro no quiso escuchar mis explicaciones. Al principio pensé que su molestia se debía a mi demora, luego comprendí.
El equipo de la complementaria ya estaba en cancha. Eran hombres, hombres hechos y derechos. Uno de ellos tenía la sombra de una barba recién rasurada. Sólo nos faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste. Hubo alarma, gritos, indignación, dimes y diretes. Las discusiones se alargaron hasta que por fin los delegados acordaron que podíamos apoyarnos con cuatro refuerzos para nivelar el duelo. Un negrito de Santa Marta y un barranquillero que estaban entre el público fueron convocados en nuestro apuro. Mi primo Juancho que había ido sólo a presenciar el duelo, gritó su entusiasmo cuando se enteró incluido. Por último, en vista del retraso y las presiones, el señor José Santander, nuestro Subdirector, otrora estrella del fútbol Pedrazero, se ofreció. Todos aplaudimos. Era el espaldarazo que necesitábamos.
              La escena daba risa. El subdirector saltó a la cancha dispuesto a jugar con pantalones largos, pero quién sabe de dónde, las mujeres de la escuela femenina sacaron unas tijeras y frente a todo el mundo cortaron el pantalón. Las mangas quedaron disparejas y cuando  intentaban recortar de nuevo la más larga, el Subdirector José Santander espantó al enjambre de mujeres con un gesto brusco. El encuentro iba a darse y nadie podía decir que teníamos miedo. El voluminoso abdomen del Subdirector contrastaba con la delgadez de sus piernas, pero lo más gracioso eran sus relucientes zapatos de charol dispuestos a ser machacados. Tal vez tenía en la cara la determinación de otros tiempos, pero le temblaba un poco la quijada. En el pecho teníamos el letrero que rezaba “PEDRAZA" y cada letra me pesaba. La mano a la altura del corazón y el corazón a la altura de la boca. Las piernas temblaban. Los esfínteres palpitaban de miedo. Cantamos el himno con voces desfallecientes. Sonó el silbato.
              No había tocado todavía el balón cuando ya me hallaba tirado en el suelo envuelto en una nube de polvo. El miedo inmediatamente desapareció. Dio paso a una rabia que me hizo olvidar la constante amenaza de la diarrea.

Ilustración: Roberto Molinares
 
"¿Estrategia? No había estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso roto" 
    

            
Ilustracion: Roberto Molinares
  

Toda  la primera parte nos mantuvimos a fuerza de reventar pelotas.  Sólo cuando el Subdirector José Santander tocaba la bola, se producía alguna hilvanada de trascendencia de nuestra parte. El Subdirector jugaba sin el brillo de su juventud, prácticamente parado, pero trataba el balón con finura y estilo. Poseía un juego rastrero y preciosista. 


Ilustración: Roberto Molinares


Los Plateños, tal vez por respeto, le dejaban, pero a nosotros nos daban duro. Combatíamos replegados para frenar la avalancha. El Ñeca defendía  nuestro pórtico con heroísmo. Sus rodillas sangraban. Con las uñas se extraía piedritas de las heridas con precisión de cirujano.
              Nuestro equipo comenzó a presentar problemas. El negrito de Santa Marta tenía grandes defectos, cuando cogía la bola no quería soltarla y además chutaba débil y desviado. El barranquillero corría como loco, parecía un toro al embestir, sin siquiera levantar la cabeza. Lo único bueno era que se daba leñazos fuertes con los de Plato. El Boñe, nuestro delantero estrella, autor del gol anotado ridículamente la jornada anterior, parecía totalmente disminuido. El temor no le dejaba accionar y era poco lo que aportaba. Nos vimos obligados a patear hacia el arco toda bola que tocáramos, pero nos faltaba fuerza en el chut, a causa de la distancia desde donde lo hacíamos. En una de nuestras pocas llegadas, el Subdirector me hizo un pase muy bueno. Logré eludir a dos y se la mandé a Rafael David, que se había cambiado de banda. La mató con el pecho y metió un fuerte metrallazo. El arquero lo detuvo sin despeinarse. Rafael David trotó hasta mi lado, me agradeció el pase con una leve palmada y a manera de disculpa dijo.
—Ese carajo es muy grande, la puerta le queda chica.  Y aunque podía parecer una excusa, simplemente era verdad. 
Contaban además con un rubio que jugaba con la clarividencia y genialidad que tienen algunos zurdos. Los pases del rubio, hacían más evidentes nuestras deficiencias, pero cuando fuimos al descanso comprendimos que no estábamos tan mal como imaginábamos. Habíamos logrado contenerlos durante cuarenta y cinco minutos y la gente nos aplaudía. Emocionados, llegamos a pensar en la posibilidad de marcar con un poco de suerte como el día anterior, pero inmediatamente descartamos esa remotísima posibilidad.
              
Ilustración: Roberto Molinares


Mientras refrescaba mi cabeza, presencié una extraña conferencia. El Director de la complementaria le hizo señas al rubio para que se le acercara. Con el dedo índice le dio un golpe en la oreja como quien reprende a un niño. Yo estaba lo suficientemente cerca para escuchar.
—Son buenos esos pelaos,  ¡cuidado como nos echan una vaina!  -El Rubio bajó la cabeza.
—No se preocupe profe, esos carajitos no pueden con nosotros. -Fue la única vez que lo escuché. El rubio pertenecía a esa clase de jugadores que cuando juegan, no hablan en cancha. Justo antes de reanudarse el partido, nos reunió el Subdirector para repasar la estrategia de juego. ¿Estrategia? No había estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso roto. Nos gruñíamos los unos a los otros para darnos ánimo.

Las mujeres de la escuela femenina agarraron a nuestro portero y le levaron las heridas. Con tela sobrante del pantalón del Subdirector fabricaron vendas para sus rodillas. Dejaron a El Ñeca agarrotado en el pórtico.
              El rubio, a quién apodamos "El Mono", en pleno fragor del partido, comenzó el segundo tiempo con una demostración de magia. Su acto consistía en desaparecer con el balón en un extremo del campo y aparecer en otro lado en tan solo segundos.


Ilustración: Roberto Molinares

 Hacía malabares y era un hábil escapista. Con tal repertorio, los Plateños encarnizaron la batalla. Ellos pateaban y nosotros le poníamos el alma, aún así, no abrían el marcador.
— ¡Pero si son unos pelaos! –Gritaban desde el público. Tampoco nosotros lo creíamos.

"La bola rebotó frente a la puerta y quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa"

              En un avance violento, las  zancadas del "Mono" nos dejaron rezagados. Mi primo Juancho, en solitario, intentaba detener a cuatro atacantes. Entonces el Ñeca, chiquito y todo, salió a jugarse el físico por Pedraza. Se arrojó al balón como si en él le fuera la vida y quedó enroscado asegurando la esférica con su cuerpo, abortando la mejor jugada de Plato. La gente aplaudía y se lamentaba. A esas alturas a el Ñeca no le quedaban vendajes y sus rodillas sangraban de nuevo. Hubo un momento en que creí no poder continuar. Mis tobillos estaban hinchados por los golpes. Desesperado busqué con la mirada a mi primo Juancho y le hice señas para cambiar de posición. “Sube tú, esos carajos me están matando”.  Enrumbé cojeando hasta la puerta para quedarme en la defensa. El calzado me daba molestias hasta el punto que pensé en jugar descalzo. Miré los zapatos de charol del Subdirector y sonreí. Eran un desastre. De pronto el larguero se estremeció con un potente disparo y desperté de mis meditaciones. Apenas me dio tiempo para completar el rechazo. Un sombrero caña e´ flecha aterrizó en medio del campo pero no impidió que el juego continuara. Algún gracioso lo había arrojado. El juego seguía tan caliente que pateábamos el balón con sombrero y todo, hasta que el árbitro puso orden mientras la gente reía y festejaba.
              Teníamos que seguir resistiendo para que nuestro empeño tuviera matices de victoria.  Entonces, en vista que el tiempo moría y podíamos quedarnos con el empate, el rubio intentó otro de sus hechizos. Desde unos cuarenta metros pateó un proyectil perfecto. La maestría de aquel disparo halló a el Ñeca adelantado, demasiado perdido en su limbo personal como para reponerse. Bajo un raro trance hipnótico nuestro arquero se quedó clavado. La bola rebotó frente a la puerta y quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa. 


Papá llegando a despejar el balón.
Ilustración: Roberto Molinares

Entonces corrí con los pies echando fuego. El de la barba rasurada venía dispuesto a meterse con todo dentro del arco, pero antes, yo metí la pata, duro, muy duro, durísimo. La bola se fue a los aires llorando deformada con brutalidad. Patada de mulo. No había pateado como un niño de doce años sino como un hombre.
              La música y la bulla antes contenida, estalló de nuevo. Un acordeón hizo florecer la cumbia y antes que el balón regresara del vuelo se oyó el silbato sentenciando el final. El árbitro ya no podía seguir alargando el juego. Lucía avergonzado y descompuesto. La gente ya estaba de nuestro lado. Los jugadores Plateños se echaban la culpa entre ellos. El entrenador de la complementaria se quedó mirando al "Mono" como para fulminarlo. La multitud saltó al terreno. Los perros y los niños corrían contagiados. Una lluvia de palmadas afectuosas caía sobre mi cabeza. Diez cuerpos exhaustos y sudorosos me abrazaban. Llevado en hombros, desde esa privilegiada posición, tan alto como estaba, vi el cielo que se había descapotado volviéndose azul intenso, el gentío festejando, las casas de barro, los techos de palma, el campanario de la iglesia. Una vaca atravesaba la estrecha calle. El público de Plato nos aplaudía y vitoreaba como si estuviéramos en Pedraza.
              Habíamos escrito una página de gloria. Los difuntos de aquel camposanto de seguro gritaban. La hazaña se había desarrollado a metros de sus lechos. Aunque los muertos fueran de Plato, la resignación del más allá los ponía de nuestra parte.


              Las mujeres de la escuela femenina se movilizaron como hormigas y solucionaron el problema que ellas mismas iniciaron. Habían conseguido un pantalón donado por alguna mujer de Plato, seguramente extraído del vestidor de algún marido que también celebraba en cancha, ajeno al gesto solidario de su mujer. Le probaron el pantalón al Subdirector. Le lucía grande, pero coincidía en estilo y era del mismo color del despedazado. Las mujeres se pusieron a trabajar de inmediato. No era nada que un par de puntadas no pudiera arreglar.


Roberto Aníbal Molinares Sánchez

Grupo escolar de la Escuela de Pedraza, Magdalena, Colombia. En el centro, el maestro  Rubén Darío Vásquez, flanqueado por las chicas de la Escuela femenina. Nuestro padre aparece destacado por el círculo rojo, tendría entre 7 u 8 años para el momento de la foto que correspondería al año 1933. Algunos de estos niños fueron partícipes del épico juego contra la Escuela Complementaria de Plato, aproximadamente en el año 1938, cuando rondaban los 12 años. Foto: Álbum familiar del autor.

     
Mi padre, Ángel Horacio Molinares Castro,
Nació 1926 en la Población de Plato y fue criado en Pedraza,
Departamento del Magdalena, Colombia.


En su niñez vendió panes por las calles de Barranquilla. A los 14 años obtuvo un permiso de trabajo para menores y se hizo navegante en buques comerciales que surcaban el gran río Magdalena, prestando sus servicios en la cocina de la compañía naviera. Con el fin de viajar y conocer, aceptó el empleo de  "cartero, recorriendo a pie muchos pueblos de la costa colombiana. Soñó con ser jugador de fútbol profesional, pero terminó aprendiendo el oficio de tejedor textil. En 1953 viajó a Venezuela para incorporarse a la incipiente industria textil venezolana, volvió a Colombia casi dos años después para casarse con su novia, Elisa (Elicida) Sánchez.  Regresaron a Venezuela, donde se instalaron y formaron una familia. 
Falleció en Caracas el 8 de octubre de 2018, a los 92 años.


Portada de la Edición 19 de la revista La Barca de
Colombia donde fue publicada el cuento
Juego Disparejo





Leyendo a Will Storr. La Ciencia de contar Historias.

Roberto Molinares, Artista Plástico, Narrador Venezolano y Docente Universitario de UNEARTE, autor de la obra: "Jalados por los cabello...