Ilustración: Roberto Molinares |
"Aquella confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo"
Dedicado
a mi padre, Ángel Horacio Molinares, el héroe de esta historia.
Los Plateños nos recibieron con una banda musical. No
estoy muy seguro, pero prefiero creer que ellos vestían como Brasil, de casaca
amarilla y pantalón azul. En realidad ni siquiera puedo recordar el color de
nuestro uniforme, me parece que era un azul desvaído y triste. El campo era un
terreno seco, sin grama, un antiguo cementerio que aunque ahora se encontraba
desprovisto de montículos, cruces y monumentos, conservaba en su seno los
restos de antepasados y olvidados héroes de
la guerra federal. El público, de
pie, rodeaba el terreno sin gradas. Estoy seguro de que sobre el pecho teníamos
el nombre del pueblo, de la escuela. Era un día despejado con un sol
achicharrante.
En medio de la algarabía sonó el silbato. Ambos equipos tardamos en acostumbrarnos a un balón impredecible por el terreno irregular y pedregoso. Uno de los nuestros, Guillo Tapia, estrenó sus zapatos poniendo en aprietos al guardavalla de Plato. Boñe, nuestro delantero estrella, husmeaba como un perro. Todo estuvo muy parejo en el primer tiempo, con oportunidades de cada lado. Entre aplausos y música nos fuimos al descanso sin abrir el marcador.
En
la segunda parte se nos puso difícil la cosa. El Ñeca, nuestro portero, fue
bombardeado, pero respondía con frialdad. El público aupaba con gritos a Plato,
mientras nosotros ensayábamos veloces contragolpes. Pero quiso la suerte, cuando
mejor jugaban los Plateños, dejar un rebote a los pies de Boñe. El nuestro, sin mucho brillo, con un
indecoroso chute liquidó las aspiraciones de Plato. El balón entró dando tumbos
de piedra en piedra como un conejo. El arquerito pataleaba de rabia mientras
nosotros festejábamos.
En medio de la algarabía sonó el silbato. Ambos equipos tardamos en acostumbrarnos a un balón impredecible por el terreno irregular y pedregoso. Uno de los nuestros, Guillo Tapia, estrenó sus zapatos poniendo en aprietos al guardavalla de Plato. Boñe, nuestro delantero estrella, husmeaba como un perro. Todo estuvo muy parejo en el primer tiempo, con oportunidades de cada lado. Entre aplausos y música nos fuimos al descanso sin abrir el marcador.
En tan solo un instante, el acogedor carácter
del público cambió. El árbitro olvidó su imparcialidad y comenzó a pitar en
nuestra contra. Aun así, el tiempo se acabó y tuvo que sentenciar el final
sumando más descontento en la gente.
El Público Pedía a gritos la revancha. Se
armó una gran discusión. Nuestros delegados alegaban que sólo un empate podría
dar oportunidad a la revancha. Habíamos
ganado y punto. Salimos del terreno en medio de una silbatina. Parecía que
estaban a punto de lincharnos.
Ilustración: Roberto Molinares |
Llegamos al hospedaje aún burlándonos
del arquerito de Plato, cuando nos detuvo el rostro severo del maestro Miguel. Las
risas cesaron al instante. El maestro estaba de brazos cruzados y respiraba profundo.
—La escuela de
Plato no tiene derecho a revancha, pero nos han propuesto a la fuerza un juego
con los alumnos de bachillerato. El Alcalde de Plato nos ha presionado.
Un murmullo de desaprobación se levantó. El maestro
hizo una pausa y pidió calma. Parecía estar a punto de llorar. Suspiró y agregó
en tono de orden.
— ¡Hay que ir al
río a lavar los uniformes, debemos estar listos para mañana!
La complementaria nos retaba para
el día siguiente sin tiempo para reponernos. El
partido se haría en horas de la mañana para aminorar el calor. Aquella
confrontación tan repentina puso a prueba mis nervios. Por más que lo intentaba
no lograba imaginarme como podría darse un encuentro tan disparejo.
El amanecer nos alcanzó cansados y
ojerosos. El maestro parecía haber sufrido pesadillas y estaba de un humor de
perros. Mientras tomábamos el desayuno en silencio, sentí un pinchazo en las
tripas. Es verdad que sentía miedo, pero me negaba a creer que aquel retortijón
era resultado del temor. La hora avanzaba y nos fuimos a vestir con la seriedad
de quien va a un funeral. Teníamos la tragedia pintada en la cara. Una hora
antes del partido tuve que usar el baño varias veces y ya estando en camino al campo,
debí desertar para internarme en los matorrales. Temía no poder jugar. Era
preferible parecer cobarde que verme maculado en plena cancha.
"Sólo nos faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste"
Desfilamos por el pueblo, pasamos
por la plaza y la iglesia y enrumbamos hacia el viejo cementerio. El Maestro
Miguel y el Subdirector José Santander iban delante. Las muchachas de la
escuela femenina de Pedraza estaban con nosotros para apoyarnos. La gente nos
saludaba y se unía en procesión. No pudiendo aguantar más, me confundí con el
gentío en un leve descuido del maestro. Mi objetivo era llegar hasta una
pequeña tienda de alimentos que había visto de camino al río. Avergonzado
expliqué mi situación a la dueña del negocio.
—Señora
por favor, necesito limón y bicarbonato-
Me
sentía débil. Las piernas me fallaban. La doña puso frente a mí una sustancia
burbujeante que prometía mantener intacto mi honor. Jaime Patiño, de diez años, uno de nuestros
jugadores suplentes, me encontró cuando estaba yendo lo más rápido
que podía hacia el campo de juego.
— ¡El maestro Miguel
está echando chispas! ¡Eres el capitán y el juego está retrasado por tu culpa! El Maestro no quiso escuchar mis
explicaciones. Al principio pensé que su molestia se debía a mi demora, luego
comprendí.
El
equipo de la complementaria ya estaba en cancha. Eran hombres, hombres hechos y
derechos. Uno de ellos tenía la sombra de una barba recién rasurada. Sólo nos
faltaba Blanca Nieves. Éramos once enanos uniformados de un azul triste. Hubo alarma,
gritos, indignación, dimes y diretes. Las discusiones se alargaron hasta que
por fin los delegados acordaron que podíamos apoyarnos con cuatro refuerzos
para nivelar el duelo. Un negrito de Santa Marta y un barranquillero que
estaban entre el público fueron convocados en nuestro apuro. Mi primo Juancho
que había ido sólo a presenciar el duelo, gritó su entusiasmo cuando se enteró
incluido. Por último, en vista del retraso y las presiones, el señor José
Santander, nuestro Subdirector, otrora estrella del fútbol Pedrazero, se
ofreció. Todos aplaudimos. Era el espaldarazo que necesitábamos.
La escena daba risa. El
subdirector saltó a la cancha dispuesto a jugar con pantalones largos, pero
quién sabe de dónde, las mujeres de la escuela femenina sacaron unas tijeras y
frente a todo el mundo cortaron el pantalón. Las mangas quedaron disparejas y
cuando intentaban recortar de nuevo la
más larga, el Subdirector José Santander espantó al enjambre de mujeres con un
gesto brusco. El encuentro iba a darse y nadie podía decir que teníamos miedo. El
voluminoso abdomen del Subdirector contrastaba con la delgadez de sus piernas,
pero lo más gracioso eran sus relucientes zapatos de charol dispuestos a ser
machacados. Tal vez tenía en la cara la determinación de otros tiempos, pero le
temblaba un poco la quijada. En el pecho teníamos el letrero que rezaba
“PEDRAZA" y cada letra me pesaba. La mano a la altura del corazón y el
corazón a la altura de la boca. Las piernas temblaban. Los esfínteres
palpitaban de miedo. Cantamos el himno con voces desfallecientes. Sonó el silbato.
No había tocado todavía el balón
cuando ya me hallaba tirado en el suelo envuelto en una nube de polvo. El miedo
inmediatamente desapareció. Dio paso a una rabia que me hizo olvidar la
constante amenaza de la diarrea.
Ilustración: Roberto Molinares |
"¿Estrategia? No había estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso roto"
Ilustracion: Roberto Molinares |
Toda la primera parte nos mantuvimos a fuerza de reventar pelotas. Sólo cuando el Subdirector José Santander tocaba la bola, se producía alguna hilvanada de trascendencia de nuestra parte. El Subdirector jugaba sin el brillo de su juventud, prácticamente parado, pero trataba el balón con finura y estilo. Poseía un juego rastrero y preciosista.
Ilustración: Roberto Molinares |
Los Plateños, tal vez por respeto, le dejaban, pero a nosotros nos daban duro. Combatíamos replegados para frenar la avalancha. El Ñeca defendía nuestro pórtico con heroísmo. Sus rodillas sangraban. Con las uñas se extraía piedritas de las heridas con precisión de cirujano.
Nuestro
equipo comenzó a presentar problemas. El negrito de Santa Marta tenía grandes defectos,
cuando cogía la bola no quería soltarla y además chutaba débil y desviado. El
barranquillero corría como loco, parecía un toro al embestir, sin siquiera
levantar la cabeza. Lo único bueno era que se daba leñazos fuertes con los de
Plato. El Boñe, nuestro delantero estrella, autor del gol anotado ridículamente la jornada anterior, parecía totalmente disminuido. El temor no le dejaba accionar y era poco lo que aportaba. Nos vimos obligados a patear hacia el arco toda bola que tocáramos, pero nos faltaba fuerza en el chut, a causa de la distancia desde donde lo hacíamos. En una de nuestras pocas llegadas, el Subdirector me hizo un pase muy
bueno. Logré eludir a dos y se la mandé a Rafael David, que se había cambiado de
banda. La mató con el pecho y metió un fuerte metrallazo. El arquero lo detuvo
sin despeinarse. Rafael David trotó hasta mi lado, me agradeció el pase con una
leve palmada y a manera de disculpa dijo.
—Ese
carajo es muy grande, la puerta le queda chica. Y aunque podía parecer una excusa, simplemente
era verdad.
Contaban además con un rubio que jugaba con la clarividencia y
genialidad que tienen algunos zurdos. Los pases del rubio, hacían más evidentes nuestras
deficiencias, pero cuando fuimos al descanso comprendimos que no estábamos tan
mal como imaginábamos. Habíamos logrado contenerlos durante cuarenta y cinco
minutos y la gente nos aplaudía. Emocionados, llegamos a pensar en la
posibilidad de marcar con un poco de suerte como el día anterior, pero
inmediatamente descartamos esa remotísima posibilidad.
Ilustración: Roberto Molinares |
Mientras refrescaba mi cabeza, presencié una extraña conferencia. El Director de la complementaria le hizo señas al rubio para que se le acercara. Con el dedo índice le dio un golpe en la oreja como quien reprende a un niño. Yo estaba lo suficientemente cerca para escuchar.
—Son buenos esos pelaos, ¡cuidado como nos echan una vaina! -El Rubio bajó la cabeza.
—No
se preocupe profe, esos carajitos no pueden con nosotros. -Fue la única vez que lo escuché. El
rubio pertenecía a esa clase de jugadores que cuando juegan, no hablan en cancha. Justo antes de reanudarse el partido, nos reunió el
Subdirector para repasar la estrategia de juego. ¿Estrategia? No había
estrategia. El planteamiento consistía seguir resistiendo y evitar un hueso
roto. Nos gruñíamos los unos a los otros para darnos ánimo.
Las mujeres de la
escuela femenina agarraron a nuestro portero y le levaron las heridas. Con tela
sobrante del pantalón del Subdirector fabricaron vendas para sus rodillas. Dejaron
a El Ñeca agarrotado en el pórtico.
El rubio, a quién apodamos "El Mono", en pleno fragor del partido, comenzó el segundo tiempo
con una demostración de magia. Su acto consistía en desaparecer con el balón en
un extremo del campo y aparecer en otro lado en tan solo segundos.
Hacía malabares y era un hábil escapista. Con tal repertorio, los Plateños encarnizaron la batalla. Ellos pateaban y nosotros le poníamos el alma, aún así, no abrían el marcador.
Ilustración: Roberto Molinares |
Hacía malabares y era un hábil escapista. Con tal repertorio, los Plateños encarnizaron la batalla. Ellos pateaban y nosotros le poníamos el alma, aún así, no abrían el marcador.
— ¡Pero si son unos pelaos! –Gritaban desde el público. Tampoco
nosotros lo creíamos.
"La bola rebotó frente a la puerta y quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa"
En un avance violento, las zancadas del "Mono" nos dejaron rezagados. Mi
primo Juancho, en solitario, intentaba detener a cuatro atacantes. Entonces el
Ñeca, chiquito y todo, salió a jugarse el físico por Pedraza. Se arrojó al
balón como si en él le fuera la vida y quedó enroscado asegurando la esférica
con su cuerpo, abortando la mejor jugada de Plato. La gente aplaudía y se
lamentaba. A esas alturas a el Ñeca no le quedaban vendajes y sus rodillas
sangraban de nuevo. Hubo un momento en que creí no poder continuar. Mis
tobillos estaban hinchados por los golpes. Desesperado busqué con la mirada a
mi primo Juancho y le hice señas para cambiar de posición. “Sube tú, esos carajos me están matando”. Enrumbé cojeando hasta la puerta para quedarme
en la defensa. El calzado me daba molestias hasta el punto que pensé en jugar
descalzo. Miré los zapatos de charol del Subdirector y sonreí. Eran un
desastre. De pronto el larguero se estremeció con un potente disparo y desperté
de mis meditaciones. Apenas me dio tiempo para completar el rechazo. Un sombrero
caña e´ flecha aterrizó en medio del campo pero no impidió que el juego
continuara. Algún gracioso lo había arrojado. El juego seguía tan caliente que
pateábamos el balón con sombrero y todo, hasta que el árbitro puso orden
mientras la gente reía y festejaba.
Teníamos que seguir resistiendo para
que nuestro empeño tuviera matices de victoria.
Entonces, en vista que el tiempo moría y podíamos quedarnos con el
empate, el rubio intentó otro de sus hechizos. Desde unos cuarenta metros pateó
un proyectil perfecto. La maestría de aquel disparo halló a el Ñeca adelantado,
demasiado perdido en su limbo personal como para reponerse. Bajo un raro trance
hipnótico nuestro arquero se quedó clavado. La bola rebotó frente a la puerta y
quedó coqueteando a punto de meterse sólo por el efecto de la brisa.
Entonces corrí con los pies echando fuego. El de la barba rasurada venía dispuesto a meterse con todo dentro del arco, pero antes, yo metí la pata, duro, muy duro, durísimo. La bola se fue a los aires llorando deformada con brutalidad. Patada de mulo. No había pateado como un niño de doce años sino como un hombre.
Papá llegando a despejar el balón. Ilustración: Roberto Molinares |
Entonces corrí con los pies echando fuego. El de la barba rasurada venía dispuesto a meterse con todo dentro del arco, pero antes, yo metí la pata, duro, muy duro, durísimo. La bola se fue a los aires llorando deformada con brutalidad. Patada de mulo. No había pateado como un niño de doce años sino como un hombre.
La música y la bulla antes
contenida, estalló de nuevo. Un acordeón hizo florecer la cumbia y antes que el
balón regresara del vuelo se oyó el silbato sentenciando el final. El árbitro
ya no podía seguir alargando el juego. Lucía avergonzado y descompuesto. La gente ya
estaba de nuestro lado.
Los jugadores Plateños se echaban la culpa entre ellos. El entrenador de la complementaria se quedó mirando al "Mono" como para fulminarlo. La multitud saltó al
terreno. Los perros y los niños corrían contagiados. Una lluvia de palmadas afectuosas
caía sobre mi cabeza. Diez cuerpos exhaustos y sudorosos me abrazaban. Llevado
en hombros, desde esa privilegiada posición, tan alto como estaba, vi el cielo que se había descapotado volviéndose
azul intenso, el gentío festejando, las casas de barro, los techos de palma, el
campanario de la iglesia. Una vaca atravesaba la estrecha calle. El público de
Plato nos aplaudía y vitoreaba como si estuviéramos en Pedraza.
Habíamos escrito una página de
gloria. Los difuntos de aquel camposanto de seguro gritaban. La hazaña se había
desarrollado a metros de sus lechos. Aunque los muertos fueran de Plato, la
resignación del más allá los ponía de nuestra parte.
Las mujeres de la escuela femenina
se movilizaron como hormigas y solucionaron el problema que ellas mismas
iniciaron. Habían conseguido un pantalón donado por alguna mujer de Plato,
seguramente extraído del vestidor de algún marido que también celebraba en
cancha, ajeno al gesto solidario de su mujer. Le probaron el pantalón al
Subdirector. Le lucía grande, pero coincidía en estilo y era del mismo color
del despedazado. Las mujeres se pusieron a trabajar de inmediato. No era nada
que un par de puntadas no pudiera arreglar.
Roberto Aníbal Molinares Sánchez
Mi padre, Ángel Horacio Molinares Castro,
Nació 1926 en la Población de Plato y fue criado en Pedraza,
Departamento del Magdalena, Colombia.
En su niñez vendió panes por las calles de Barranquilla. A los 14 años obtuvo un permiso de trabajo para menores y se hizo navegante en buques comerciales que surcaban el gran río Magdalena, prestando sus servicios en la cocina de la compañía naviera. Con el fin de viajar y conocer, aceptó el empleo de "cartero, recorriendo a pie muchos pueblos de la costa colombiana. Soñó con ser jugador de fútbol profesional, pero terminó aprendiendo el oficio de tejedor textil. En 1953 viajó a Venezuela para incorporarse a la incipiente industria textil venezolana, volvió a Colombia casi dos años después para casarse con su novia, Elisa (Elicida) Sánchez. Regresaron a Venezuela, donde se instalaron y formaron una familia.
Falleció en Caracas el 8 de octubre de 2018, a los 92 años.
Portada de la Edición 19 de la revista La Barca de Colombia donde fue publicada el cuento Juego Disparejo |
Buenísimo hermano...No te digo aquello de "Bienvenido a la blogósfera" pues yo llegué acá gracias a aquel blog de el Taller de cuentista de Las Acacias ¿te acuerdas?
ResponderEliminarBueno. A tus órdenes por acá y sé que vas a aprovechar al máximo este medio
Gracias hermano. Te estaré fastidiando para que me enseñes o cuando se tranque el serrucho. Gracias.
ResponderEliminarPrimo Roberto, excelente y bonito relato Macondiano, esas bellas historias de antaño cuando ser persona estaba por encima de los intereses personales, bellos e inolvidables recuerdos que han dejado hermosas huellas no solo en sus hijos y seres queridos sino en tantas personas con esos valores que tristemente hoy se extinguen sin dejar huellas. Los bellos recuerdos se van con nosotros por siempre. Un abrazo.
ResponderEliminarPrimo, agradezco muchísimo tu comentario. Que te hayas tomado el tiempo de leer y apoyar este trabajo ligado a nuestros sentimientos, nuestros valores y el recuerdo de mi padre y sus anécdotas. Una época de oro perdida en el tiempo. La pasión por el fútbol también nos une. Un abrazo primo. Bendiciones del Todopoderoso, sobre ti y tu familia.
EliminarHeyyy Tico, un abrazo primo del alma, Épico juego el de Angel , esta es la historia oficial de esa faena poco mas de 80 años después.
ResponderEliminarGracias harold, Primo querido. Tardó en producirse la versión oficial, pero se produjo gracias a la memoria prodigiosa del viejo, que nos lo relataba con lujo de detalles. Merecido homenaje para el futbolista de Pedraza. Un abrazo grande, primo del alma.
Eliminarcaramba roberto me complace mucho saber mas de que estas hecho que agradable desde esta ventana entrar en tus que haceres excelente viaje y entretenido relato capaz de transportar aL lector a los tiempos de su infancia si jugo futbol en un parque o el colegio o en el estacionamiento del edificio recorde en 3D esa etapa, estare al pendiente de tus trabajos para disfrutarlos con mucho cariño. Y DECIR ORGULLOSO ESE ES MI AMIGO....
ResponderEliminar¡Qué historia! ahora entiendo el título. Lograste que me imaginará el sitio, también a los sujetos enormes, al subdirector y a tu papá cometiendo la hazaña. No sé porqué, pero yo esperaba que ocurriera el gol y hasta pensaba, ahí viene y resultó un final deslumbrante e inesperado. Esta historia es hasta motivacional. Te abrazo en la distancia!
ResponderEliminarDisfruté la historia, muy bien contada y con lujos de detalles, la presentación espectacular, acompaña muy bien el relato; me imagino como registrarás e ilustrarás la historia del hueso guindado en el techo, que todos los días subía y bajaba para hacer la sopa. Un gran abrazo Roberto, sabemos que estás lleno de experiencias y gracia no solamente para contarlas, sino para plasmarlas en los medios actuales, que trascenderan a la perpetuidad.
ResponderEliminarJa, ja, ja. Ya veremos si me animo a escribir esa. Gracias por el comentario. Me alegra mucho que la hayas disfrutado. Un abrazo.
EliminarHola Tico soy LEO otra vez, Siempre fuiste muy especial con tu padre ,tuviste la suerte de tenerlo para compartir con el y disfrutar todas sus anecdotas y sus cuentos , muchos no tuvimos ese privilegio ,muy buena tu historia o la de el,es un gran tributo el que le rindes demostrando que todavia lo llevas en tu corazon un abrazo y saluda a tu fanilia de mi parte
ResponderEliminarGracias hermanito. Me llega al corazón tu comentario. Se que tuvimos mucha suerte, fuimos afortunados al tener a esa clase de padre, pero también lo soy por poder conservar amigos y hermanos como tu. Eso es también un gran privilegio. Gracias hermanito.
EliminarChamo no te imaginas lo que me complace leerte. Mi admiración solo crece más! Felicidades y sigue escribiendo. Un detalle facil de corregir en esta oración: "No había pateado como un /como/ niño de doce años sino como un hombre." Te deseo muchos éxitos pues eres el reflejo de la excelencia!, pues aunque no somos perfectos, eso no nos impide brillar con la luz que ilumina las tinieblas!
ResponderEliminarQuerido hermano. Me llenan de alegría tus palabras.Gracias por la corrección. Ya que estás en el mundo audiovisual, seguro lo viviste como un cortometraje en tu cabeza, porque eso es lo que sucede. Te bendigo. Valoro mucho tu comentario, gracias por la amistad.
Eliminarwao que excelencia lo ley como si estuviera viendo una película muy emocionante esta super historia de tu padre R
ResponderEliminarExcelente narrativa de esa gran historia.casi que me veía en esa cancha aupando a esos valientes niños...
ResponderEliminarMuchas gracias Wuilfenvar. Aprecio tu comentario. La literatura conecta con muestras emociones, así es. Me alegra que la hayas disfrutado.
EliminarHola Roberto. Extraordinario relato y muy bien escrito. Me alegra mucho ver el progreso que has tenido en este género que equivocadamente muchos llaman "menor". Homenaje a tu papá que dice mucho de tu calidad humana. Y muy buenas las ilustraciones, no sabía que dibujabas. Felicidades.
ResponderEliminar¡apreciado amigo Heberto Gamero! No tienes idea de lo importante que es para mí tu comentario. Es el equivalente a graduarme de uno de tus talleres. Me acabas de colocar una banda tipo Mister venezuela, que dice en lentejuelas: "Cuentista". Muchas gracias, así es, no he parado de leer ni de escribir, requisito indispensable de todo escritor, y en vista de la imposibilidad de publicar en físico he abierto este blog para compartir con el mundo mis creaciones. Además lo estoy fusionando con otra de mis áreas fuertes, las artes plásticas. Por si lo habías olvidado, participé con este relato en el concurso de cuentos El Nacional, cuando fuiste Jurado junto a Jesús nieves Montero y otro escritor que no recuerdo. Por supuesto, no es el mismo cuento. Evolucionó, y yo evolucioné también. Podé y agregué, clarifiqué mis ideas hasta darle la forma definitiva que ahora tiene. Una de las cosas más gratificantes, es saber que ha sido leído actualmente por coterráneos del pueblo de papá que se han emocionado al revivir un juego de hace 80 años. Feliz de poder leer tu comentario y feliz de tenerte como amigo. Eres para mí, uno de los ejemplos a seguir en el camino de las letras. Un abrazo para ti y para la Co-Piloto.
ResponderEliminarEpale Roberto es Noel Reyes. Hermano quiero felicitarte, primero por la historia misma y luego por forma de relatarla!
ResponderEliminarAmigo de mi corazón !!! Quiero FELICITARTE por maravillosa historia, hizo que me involucrara en
ResponderEliminarel relato. Que sigas emprendiendo en todo lo que hagas y te lleven al regocijo. Que siempre tengas la ayuda del Todopoderoso.
Es Wendy
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