RELATOS Roberto Molinares
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RELATOS Roberto Molinares
domingo, 13 de julio de 2025

Fredy Yezzed y Roberto Molinares

Roberto fotos

martes, 19 de noviembre de 2024
Roberto Molinares
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Roberto Molinares en la Feria del Libro de Caracas |
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El escritor Roberto Molinares |
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Roberto Molinares en la Fundación Librerías del Sur |
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Roberto Molinares |
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Roberto Molinares en la Fundación Librerías del Sur |
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Roberto Molinares |

domingo, 18 de febrero de 2024
Leyendo a Will Storr. La Ciencia de contar Historias.

miércoles, 23 de noviembre de 2022
El Violín y la Gárgola
Por Roberto Molinares
El más grande violinista por fin había llegado a Viena y me preocupaba el hecho de no haber podido conseguir una entrada. El músico se recuperaba de una extenuante gira. Tirado por caballos negros, su carruaje más parecía un vehículo funerario que un transporte de viaje.
Había recorrido caminos enlodados, y las carreteras
de piedra y polvo de toda Europa. Llevaba consigo un valioso cargamento. Los
inconcebibles violines fabricados por los más célebres lutieres del mundo.
La prensa reseñaba el halo misterioso de su presencia. Se hacía eco de
los amoríos que se le atribuían, y resaltaba la destreza que lo había
convertido en leyenda viviente. No era extraño que se agotaran entradas de
todas las funciones del Teatro Imperial.
Debí apelar a mis amigos del mundillo del espectáculo. No podía perderme
la ocasión de presenciar el fenómeno.
John McMillan, el empresario que había contratado al artista, era un ciudadano
inglés, residenciado en Viena desde hacía mucho. Me condujo hasta el vestíbulo
del hotel donde el maestro me esperaba. Mi intención era ofrecerle mis
servicios como biógrafo.
Me había hecho una imagen de su apariencia. Eran frecuentes las publicaciones de pinturas y retratos en casi todos los diarios del continente. Al acercarnos, se levantó del sillón y dejó expuesta su alarmante delgadez y estatura. La melena revuelta le hacía semejar a un hombre luchando contra una tormenta. Me extendió una mano exagerada. Sus dedos eran una curiosidad fisiológica que semejaba un abanico inmenso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al momento de estrecharla. Su otra mano, se hundió en su cabellera echándola hacia atrás.
Todo en él era impresionante: la nariz angulosa, los ojos hundidos y adormilados, enmarcados en una sombra violácea. El mentón era disimulado por abundantes patillas que casi le cerraban la barba.
El maestro fue breve. Hizo un mínimo esfuerzo por parecer cortés. Lucía
cansado.
— ¿Un nuevo intento de biografía?... puede resultar alentador, pero a
estas alturas ya nada me importa. ¿Está seguro que quiere conocer a fondo mi
vida? Yo mismo no me conozco y poco le puedo contar. Tendría que recoger todo
lo que se dice de mí. Algunas cosas pueden que sean verdad, pero otras son
totalmente infundadas. Por último, le advierto, es bastante difícil seguirme el
paso. Aún mi sombra, algunas veces se cansa de mí. — Dijo abriendo los brazos.
Por poético que esto pareciera, me hizo reparar en mi sombra y en la de
McMillan, pues ambas se proyectaban nítidamente sobre la alfombra, pero de
forma inexplicable, la figura del artista estaba exenta de proyección. Aquello
me descolocó. Mi intelecto comenzó a elucubrar respuestas lógicas. Lo atribuí a
la iluminación del vestíbulo, hasta que una vez más calmado, decidí pensar que
me estaba dejando llevar por el halo que el músico se empeñaba en transmitir.
—Lo que se diga de mí, fuera de la música, siempre quedará en la duda.
Hay cosas que no pueden explicarse. —Hizo una pausa estudiada para mirarme
fijamente—. Dejaré un adelanto a sus inquietudes. Mi talento está muy ligado a
mis defectos. Padezco una rara enfermedad de nacimiento y fue mi padre, quien
al convencerse de que no podría desarrollar tareas que requiriesen esfuerzos
físicos, me regaló un violín y con ello me abrió el cielo y el infierno.
Sonrió y continuó.
—Muchos alegarán que mi virtuosismo obedece a un pacto, pero diré algo en
mi defensa: el talento es lo de menos. He visto a músicos con mucho talento,
incapaces de rendir un cincuenta por ciento. Si no hay entrega y trabajo, de
nada vale el talento. Sin esfuerzo y disciplina, las fuerzas sobrenaturales,
poco podrán hacer.
Me había puesto muy nervioso. Intenté cambiar el tema y pregunté si acaso
usaría alguno de los Stradivarius de
su colección. Respondió que usaría el Guarnerius
de siempre, por su sonoridad.
—Il mío Cannone.
Percibí un extraño olor flotando en el ambiente y quise achacarlo a mi
imaginación.
—Le invito a disfrutar de mi presentación y así usted podrá sacar sus
propias conclusiones. El amable señor McMillan le asegurará un lugar especial
—dijo mirando al inglés, dejando por sentado que mi asistencia sería un
hecho.
—Además de ser un gran músico, el hombre es un ilusionista. No sé cómo lo
hizo, pero me dejó muy impresionado.
Nos separamos en silencio. La cabeza me daba vueltas. A casi cincuenta
pasos de mí, McMillan impostó la voz como si hubiera olvidado decir algo
importante.
— ¡Karl! ¡No todos los días se tiene la oportunidad de ver tocar al
mismísimo diablo! —Su voz hizo eco en la calle desierta.
Alcé mi mano en señal de despedida y seguí mi camino a orillas del Danubio en busca de algún carruaje. Tomé la precaución de comprobar si mi sombra me seguía. Constatarlo me brindó cierta tranquilidad.
…..
Me di a la tarea de recoger información en torno a su enigmática persona.
Me fue difícil separar al ser humano, de su propia leyenda. Paganini había sido calificado como un prodigio desde niño. Su maestro, el célebre maestro Alessandro Rolla, consideró que no tenía nada más que enseñarle, cuando su discípulo apenas tenía catorce años. Era incomprensible a nivel fisiológico. Las articulaciones de sus dedos tenían tal elasticidad que podían asumir las más complejas posiciones a una velocidad asombrosa.
Tenía además una apariencia
sobrecogedora. En escena semejaba un espantapájaros que sacudía su melena con
histriónicos movimientos. Sus miembros eran tan largos que parecían dislocados.
Siendo un hombre poco agraciado, sorprendía el efecto que podía producir en las
damas, sin importar la clase social. La admiración causaba pasión y la pasión
devenía en una suerte amor, un raro influjo que suscitaba el delirio, los
gritos y desmayos en pleno concierto. Niccolo Paganini acostumbraba enviarle a
sus admiradoras, mechones de sus cabellos que acompañaba con tarjetas, invitaciones
para que se suscribieran a diversas obras benéficas.
.….
El Burgtheater estaba abarrotado. El director de orquesta, Rupert Unger, avanzó hacia el centro del proscenio y su figura solemne produjo el cese del parloteo del público.
Paganini no salió de entre los telones del fondo como se esperaba, sino que atravesó el teatro irrumpiendo por la puerta principal con una demoledora ejecución que nos dejó boquiabiertos. De inmediato, gritos de histeria se produjeron en todo el recinto. Comprendí entonces, por qué llamaba a su violín, Il Cannone. Literalmente era eso, un cañón que se imponía con una sonoridad que parecía opacar a la propia orquesta. Paganini se paseaba con largas zancadas por los pasillos al alcance del público. Todos hacían lo posible por rozarlo, sin atreverse a detenerlo por temor a romper la magia. Los alaridos y desmayos se generaban a cada paso. No, no eran desvanecimientos falsos o sobreactuados, eran mujeres que literalmente perdían el conocimiento y caían hacia atrás o se iban de bruces, mostrando sus recatos al abatirse sus vestidos. Vi a hombres palidecer y tambalearse. ¿Qué clase de música era aquella? Tal poder de seducción era irresistible. El Maestro parecía luchar por atrapar el viento, conjurando una lluvia de dardos con el movimiento de su arco. Una arremetida de semifusas emanaba de aquel Guarnerius bendito, ¿o maldito? La tormenta cesó con la impresión de que la orquesta a duras penas había logrado seguirle. Los músicos jadeaban por el esfuerzo. Con ojos desmesurados, se apreciaban cargados de perplejidad.
Niccolo Paganini estaba exhausto como si hubiese corrido huyendo de un león. Transpiraba profusamente con parte de la cabellera pegada a la frente. Respiraba por la boca entreabierta. Los latidos de todos los corazones podían escucharse. Un sentimiento de belleza y asombro había copado el teatro. La impresionante entrada del maestro me había hecho saltar del asiento y muy poco me faltó para caer al vacío. Con una ovación ensordecedora nos rendimos ante tan desconcertante talento. Niccolo agradeció con una venia que también parecía imposible. Se dobló, con una flexibilidad tal, que estuvo a punto de besarse los pies.
—In caso di rottura di una corda,
sono pronto a suonarne solo una, qualunque essa sia.
El mismo fragmento musical, fue ejecutado con una cuerda distinta cada
vez, pero conservando la misma tonalidad. Era un nivel de dominio absoluto.
Cuando pensábamos que ya lo habíamos visto todo, procedió al cierre del
concierto basado en los efectos de las candilejas y el fuego. Mientras tocaba
sutilezas en tempo pianísimo, se
iluminó el telón y apareció una sombra a contraluz que parecía inspirar cada
movimiento del maestro. La silueta era grotesca como una gárgola. El efecto
provocó un grito colectivo que estremeció el recinto. Muchos se santiguaron,
pero no por ello dejaron de sentirse arrobados. Nadie que se hubiese quedado
por fuera del teatro, lo creería.
Mi pase de oro, incluía visitar al genio en su camerino. Un edecán me
condujo hasta su puerta. El maestro me recibió con una sonrisa a pesar del
agotamiento. La cabellera era una estopa empapada. Bebía una especie de brebaje
o un cóctel de frutas de color verde.
—No lo incomodaré, maestro. —Dije— Lo que acabo de presenciar
no es humano.
Paganini sonrío.
—Tan solo he jugado con vuestras emociones y sentimientos. He ahí mi
secreto. Apelo a la superstición de todos.
Parecía que de un momento a otro, Niccolo Paganini expiraría. Decidí
marcharme antes de convertirme en la persona que diera el parte de su deceso.
—Felicidades, maestro. Se ha entregado en cuerpo y alma. Espero que
descanse y se recupere.
Me retiré con la sensación de tener pegado a las fosas nasales, un aroma
indescifrable.
.….
Demasiadas travesías y giras. Miles de carreteras. Tal como me había
advertido, fue muy difícil seguirle el paso. Se requería un esfuerzo desmedido
y agotador. ¿Cómo podía lograrlo con una complexión tan frágil? Seguí a la
distancia los devenires de su existencia lo mejor que pude. Era un personaje
tan fascinante que valía la pena registrar su paso por el mundo.
Hacía apenas dos días que su familia le había llevado un sacerdote para otorgarle los Santos Óleos. Su carácter seguía incólume. Sus parientes me contaron que, creyéndose con fuerzas para luchar, rechazó la extremaunción. La actitud fue considerada una ofensa para la Santa Iglesia y se esparció todavía más el rumor del pacto satánico.
Un sirviente me guió en los laberintos una mansión venida a menos, una de
las pocas propiedades que conservaba. Antes de hacerme pasar a la habitación,
me advirtió.
—Su familia ruega que sea breve. Está muy débil.
No más entrar, me sacudió el olor que provenía del maestro. Por estar al
tanto de los detalles de su vida, había descubierto hacía tiempo la razón del
aroma. Sus humores eran exacerbados por el consumo de mercurio, medicina que le
aliviaba de las secuelas de una sífilis contraída en su juventud. Paganini
yacía en una cama que parecía tragarlo. A pesar de la penumbra me reconoció de
inmediato y con voz apagada, preguntó.
— ¿Cómo va… la biografía?
—Trabajo en ella, maestro. Son muchas las cosas que tienen que contarse.
El maestro miró el techo un largo rato. El incómodo silencio fue roto por
un chorrillo de voz.
— ¿Karl… has visitado… Notre Dame?
—En más de una ocasión, maestro. —Paganini luchaba por encontrar las
palabras adecuadas.
— ¿Has visto… las gárgolas que rodean… el templo? —dijo con mucho
esfuerzo.
—Claro que sí, maestro, son monstruosas e impresionantes.
Pensé que deliraba, pues no veía sentido a sus preguntas.
—Pues, yo soy una de ellas… mitad animal, mitad humano.
Perplejo, guardé silencio.
—Soy un demonio que ha custodiado una… extraordinaria catedral.
Confundido, esperé el resto de la confesión.
—La catedral ha sido la música….
Le sobrevino un ataque de tos que lo dejó muy agotado.
Con la mirada perdida, me hizo señas para que me acercara. Casi tuve que pegar mi oído a esa caverna que era su boca. Su confesión me dejó muy sorprendido.
—A pesar de todo… quiero que sepas que he sido… alcanzado por la
misericordia de… Dios.
Un espasmo le impidió seguir hablando. Tomé sus manos en un intento por
transferirle calor, pero solo logré que se enfriaran las mías. Sus estertores hacían
eco en la habitación. Con mucho esfuerzo abrió sus ojos y me repitió de manera
lenta, pero enfática.
—He sido alcanzado… por la misericordia de Dios.
Cerró los ojos como adormilado. No quise incomodarlo más, solté con
delicadeza, sus manos enormes, y salí en silencio. Con dolor, atesoré los
recuerdos de aquel maravilloso concierto en el Burgtheater de Viena.
Roberto Molinares
Noviembre de 2021

martes, 15 de noviembre de 2022
Presentación de libro: "Jalados por los cabellos", de Roberto Molinares
Presentación completa del bautizo del libro "Jalados por los cabellos", de Roberto Molinares

lunes, 16 de mayo de 2022
Aleluya
Por Roberto Molinares
"La música puede dar nombre a lo innombrable
y comunicar lo desconocido".
Leonard Bernstein
La tarde de un viernes de agosto de 1958, dejamos colgadas las batas de trabajo y olvidamos los implementos de ciencia para abrirnos paso en la noche de la ciudad. Unos cuantos tragos fueron suficientes para liberarnos de la rigidez. Estábamos a expensas de otras fórmulas; la bioquímica cerebral imponía un estado de euforia al son del Rock around clock, de Bill Haley. Bajo los efectos del alcohol, ellas bailaban y contorsionaban sus cuerpos. Nosotros, podíamos apreciar la otra faceta, la que siempre estuvo allí, bajo el atuendo de intelectualidad, escondida detrás de gruesos lentes y un léxico repleto de términos científicos que en muchas ocasiones desanimaban nuestros acercamientos.
Uno de
nuestros compañeros, por encima de la cadencia de la música, dejó flotando una
premisa.
―No solo es el alcohol. Es la música. El ritmo mismo está produciendo un gran efecto en nuestro cerebro. Algo pasa allá dentro y eso debemos estudiarlo.
………………….
Unos cuantos días después, armados de un fonógrafo y una torre de discos de acetato, preparamos el laboratorio. Veronica Allen, una de nuestras colegas, se presentó con un ayudante que cargaba un enorme tambor granadero proveniente de los depósitos de la banda del Instituto. Queríamos comprobar lo que ocurriría al colocar limaduras de hierro esparcidas sobre el cuero del tambor y exponerlas al sonido de diversos géneros musicales. Una corneta fue introducida en la parte hueca del instrumento. El influjo de un campo electromagnético era vital, aunado al sonido, para que se pudieran generar algunas reacciones en los elementos. En efecto, así ocurrió. Las limaduras vibraban, se desplazaban y agrupaban creando patrones geométricos sorprendentes e interesantes. El experimento parecía arrojar algo evidente, mientras más bajos fueran los instintos que la música exaltara, más caóticos eran los dibujos plasmados por el agrupamiento de las limaduras. Los efectos de la estridencia de las guitarras eléctricas y la percusión de las baterías de las bandas de rock and roll, quedaron registradas en nuestras bitácoras. Por supuesto, en un experimento como este, donde pretendíamos estudiar la incidencia de la música de moda, no podíamos dejar de lado a un fenómeno como Elvis Presley. Con las interesantes reacciones de las limaduras, comprobamos en parte, la razón del frenesí de las chicas y el por qué, se desmayaban en sus conciertos. Su voz grave y profunda, o tal vez el ritmo de sus temas, hacían que las limaduras se amontonaran en interesantes cúmulos. Eran dibujos que semejaban curvas y espirales. Asombroso.
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Las partículas magnéticas de hierro sobre placas de Chladni pueden dibujar figuras que dependen de la frecuencia del sonido a la que han sido expuestas. |
Probamos con música folklórica y otros géneros en boga. Todo indicaba que la armonía que se desprendía de algunas piezas, suscitaba formas simétricas en los puñados de hierro. Hasta que alguno de los colegas sugirió probar con algo más serio, música clásica. Si Elvis hacía eso, qué no haría algún maestro de la música académica.
Mientras la pregunta flotaba, yo tomé la iniciativa por el hecho de corresponder a una rara dicotomía: era un hombre de ciencia y al mismo tiempo, un hombre de fe. La segunda faceta me avergonzaba un poco. No me era fácil admitir mi espiritualidad delante de cerebros apertrechados de lógica, racionalidad y argumentos sólidos.
―Colegas, les propongo a Händel. Se dice que “El Mesías”, es el oratorio más famoso de la humanidad. ¿Qué les parece?
Hubo un leve, pero evidente intercambio de miradas. Dos de las compañeras asintieron casi de inmediato, otros se miraron con dudas, pero en la torre de discos no había ningún acetato con la música de Händel. Harry, uno de los compañeros tomó las llaves de su coche.
―Mi padre vive cerca de aquí, es melómano y tiene una colección impresionante de obras clásicas ―dijo, mientras esperaba la aprobación para ir en busca de “El Mesías”. El doctor Morton, el científico de mayor edad y experiencia del grupo, quedó petrificado. Al parecer, la palabra “Mesías”, había producido algún escozor de tipo religioso, no solo en él, sino en varios compañeros. La academia siempre se había opuesto a cualquier intento de remar hacia corrientes espirituales. La sola mención del término, había generado una especie de sobresalto en el grupo. El doctor Morton habló luego de unos segundos de tensión.
―Muchachos… ¿Por qué no? Hagámoslo.
………………….
En los días siguientes al experimento, dediqué mi escaso tiempo libre a frecuentar la biblioteca pública. Quería hallar una respuesta más allá de lo observado en el laboratorio. Atiborré la mesa con libros en búsqueda de la historia del proceso de creación de la extraordinaria obra de Händel.
La estancia bien iluminada por cristales, aprovechaba la luz natural que en las horas de la tarde matizaba la sala con tonos del ocaso. El recinto era custodiado por una anciana bibliotecaria de gruesos espejuelos que soportaba con resignación mi resistencia a abandonar la sala antes de la hora de cerrar.
Enfrascado en mi investigación, asistí casi todos los días, hasta que hallé un tomo que parecía gozar de verdadera antigüedad. Lo certificaba su apariencia ocre y el olor mohoso de sus páginas. Era un libro enfermo que por su precariedad ya no debía estar en las estanterías. Tomé mis previsiones. No niego, que como científico, temiera contraer un hongo. Saqué del maletín un par de guantes quirúrgicos y usé una máscara que empleábamos con frecuencia en el laboratorio para mantener resguardados los ojos, las fosas nasales y la boca. “Aleluya”, era su título. Curiosamente el nombre del autor aparecía borrado en la tapa y el lomo. En su interior tampoco hallé la identidad del escritor, salvo en la primera página, donde estaban garrapateadas unas iniciales en medio de una añeja mancha de tinta: HG. Contenía en parte el relato de Samuel, el fiel criado y secretario de Händel y, en parte, la historia contada por el mismísimo maestro, donde atestiguaba los detalles en torno a la construcción del célebre oratorio.
«1737 fue un año especialmente difícil para mí. Estaba más allá de la madurez, en el inicio del declive físico por la edad y me abandonaban las fuerzas y el brío que se tienen cuando se es joven. Al esforzarme más allá del límite de mis capacidades, tras componer cuatro óperas en menos de doce meses, sufrí un ataque que me dejó con el cuerpo parcialmente paralizado. Era una situación tremendamente desalentadora».
La voz de Samuel, su criado y secretario, ahora hablaba:
«El maestro ha quedado desecho. Es un guiñapo tirado en una cama. El médico no me ha dado buenas noticias. Ante mis esperanzas por la recuperación de su genio y capacidades, ha sido lapidario: Puede que hayamos salvado al hombre, pero el músico se ha perdido para siempre. Cuando esto escuché, me fue imposible contener las lágrimas. El médico piensa que su cerebro ha sufrido lesiones graves y permanentes. Iniciamos el calvario de una recuperación muy lenta que retrocedía cuando pensábamos que habíamos alcanzado alguna mejoría. Sin duda, tanto el maestro como mi persona, padecemos además, la angustia que se desprende de la acumulación de deudas por medicinas y honorarios médicos. Le he visto bajar de peso y desmejorar su rostro, pero contrario a lo que me suponía, la pérdida de algunas libras de su robusto cuerpo, lo ayudó a volverse algo más liviano para movilizarse. Fue así como nos dirigimos a Alemania en busca del tratamiento de las aguas termales de Aix-Capelle en Aquisgrán, huyendo al mismo tiempo del tormento de los acreedores».
Mientras avanzaba en mi lectura, me compenetraba en el drama del compositor:
«Estoy rogando por un milagro. ¿De qué me sirven estas manos si no me es posible producir música? ¿Para qué he desarrollado la capacidad de componer, si no puedo glorificar el nombre del Altísimo?».
Como si se tratara de una tortura, Händel llevaba al límite la resistencia al calor de los baños termales:
«El maestro ha contravenido las recomendaciones de los médicos de Aix-Capelle. Le han dicho insistentemente que debe permanecer un máximo de tres horas sumergido en esas aguas sulfurosas. Más tiempo, puede resultar contraproducente. Eso significa que su temperamento está intacto, pero temo por su vida. Los médicos no dan mucha esperanza. Aun así, le he visto escaldarse como un huevo hervido durante nueve horas y su piel ha enrojecido hasta un tono alarmante».
El relato daba cuenta de la osadía del genio. Parecía un intento suicida. Si no recuperaba sus capacidades, más le valía la muerte. En realidad, Händel estaba dispuesto a dar, la vida por la vida. La temeridad resultó, una lenta pero asombrosa recuperación comenzó a manifestarse. El milagro que Händel pedía, estaba por concedérsele. Ante el asombro del cuerpo médico de Aix-Capelle, George Frederich Händel, empezó a recuperar su movilidad.
«…Sus fuerzas habían regresado. Por ello, nos dedicamos a hacer enérgicas caminatas que encumbraron su espíritu. En nuestro recorrido habíamos pasado por una modesta catedral totalmente desierta. El tinte de la tarde invadía los vitrales. Un agradable aroma a cirios derretidos danzaba en el ambiente. El maestro entró y fue directo hacia el altar. Parecía estar dispuesto a la oración, pero su lenguaje, más que las palabras, era la música. No se arrodilló, ni rezó, aunque lucía emocionado; su respiración era profunda. Fue directo al clavicordio. Sus dedos corrieron en el teclado en una inusual improvisación. El maestro ejercitaba su brazo y su mano derecha antes paralizada. Aquello no era música. No podía serlo. Era la más genuina oración de agradecimiento que jamás se hubiese ofrecido en templo alguno.
―Samuel, he vuelto del Hades ―me dijo…».
Aun cuando Händel había superado lo peor, al regresar a su residencia en Inglaterra, las cuentas seguían amontonándose. Los teatros que habían permanecido cerrados a causa de la guerra contra España, eran reabiertos con otras preferencias musicales. Su propuesta operística era agua pasada. Estaban en boga los espectáculos musicales con el protagonismo de célebres cantantes que habían sido castrados en la pubertad para conservar sus registros angelicales.
«…Señor, es cierto que he recibido un milagro muy grande y estoy muy agradecido. Me has devuelto mis capacidades, mi virtud y la agudeza de mis dedos. Sé bien que puedo ejecutar el clavicordio mucho mejor que antes de sufrir el ataque, pero ahora, mi música es desdeñable a causa de las nuevas predilecciones. He quedado en el olvido, me ha abandonado la inspiración…».
Samuel, anotó en su diario:
«…se encuentra con frecuencia deprimido y malhumorado. Todavía hace sus caminatas, pero las realiza al anochecer para no ser visto por inoportunos acreedores. Al regresar, intenta componer un poco, pero termina frustrándose pronto».
Una tarde de verano de 1741 el maestro Händel recibió un paquete de Charles Jeaness.
«… Al leer su carta fue grande mi enojo. ¿Cómo se atrevía a pedirme la música para un oratorio alegando haber sido inspirado por el Espíritu Santo? Parecía una burla. Todos los gustos musicales habían cambiado y yo estaba tan desasistido de ideas, que enfrentar el proyecto me parecía totalmente absurdo. Pero luego, al abrir el paquete y comenzar a leer, no me quedaron dudas. La inefable Palabra de Dios cobró vida y susurró en mi corazón de una manera única. Era una cita del libro del profeta Isaías: Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo ya es cumplido, que su pecado es perdonado…».
Escribe Samuel:
«El maestro corrió a encerrarse en su estudio. Le escuchaba golpear las teclas del clavicordio de forma intensa y acelerada. Era obvio que el chispazo había incendiado un bosque. Le oía levantar la voz al hacer de tenor, de bajo o barítono y lo que escuchaba me erizaba la piel a pesar de que sabía que se trataba de vagos fragmentos de una obra que se iba convirtiendo en monumental. Me preocupaba su salud, pues parecía desquiciado. Temía interrumpir su proceso creativo y me alarmaba al retirar la bandeja de alimentos, pues estos estaban casi intactos. No levantaba la mirada del papel mientras transcribía la música frenéticamente. No, definitivamente no es bueno interrumpir a un genio mientras trabaja.
»…mis temores iniciales se acrecentaron con el paso de las semanas que duró el proceso durante el cual durmió poco y no se aseó como correspondía. Había adelgazado bastante. Debo confesar que concluyó la obra en estado de ayuno intermitente y yo me sentía culpable al no lograr sacarlo de su excitación para obligarlo a comer.
»…finalmente, al cabo de veinticuatro días, abrió las puertas de su estudio con un manojo de partituras bajo el brazo. Su rostro lívido, parecía brillar como el de Moisés al descender del monte con las tablas de la Ley. Su mirada era la de un demente. Debí suponer que no estaba bien, así que hice traer al médico para que le examinara. El galeno comprobó la extraña conducta y preguntó.
»― Maestro, ¿Qué le ocurre?, ¿Acaso el demonio ha entrado en usted?
»―Al contrario, estimado doctor, siento que Dios ha hecho morada en mi corazón ―contestó con una sonrisa―. Tras examinarlo, el médico lo apreció algo pálido, pero acotó que lo encontraba en óptimas condiciones. Cuando se marchó el médico, el maestro comió con apetito voraz y se fue a la cama por casi diecisiete horas consecutivas.
»Cuando despertó parecía estar en un estado de beatitud increíble.
»―Mi fiel Samuel. Cuánto agradezco tu preocupación por mí. En este momento te pago con creces tu dedicación y entrega.
» ¿A qué se refería el maestro? Yo mismo llevaba cuenta de los ingresos y sabía bien que estábamos quebrados. Las libras esterlinas que guardábamos apenas nos alcanzaban para comer.
Como si estuviéramos en un teatro fastuoso, me invitó a pasar al estudio con una venia.
»―No tengo otra manera de pagar tu fidelidad y apoyo incondicional. Cuando todos se escandalizaron por mi fracaso y mi enfermedad, tú me demostraste que no solo eres un competente criado, sino que eres un verdadero amigo. Habrás de ser la primera persona que oiga la maravilla que recibí del Señor.
»Se sentó al clavicordio. Cantó y tocó el oratorio entero para mí. Un privilegio. Hubo un momento en que mi cuerpo temblaba sin control. Me pareció que aquello era lo más hermoso que ser humano hubiera escuchado jamás. Por si fueran pocas todas las emociones en mí desbordadas, el segmento final fue, El Aleluya. Yo me hallaba transportado al cielo y mis lágrimas eran un torrente indetenible.
»Si yo, siendo un ignorante, había podido apreciar y reconocer una obra maestra, no era de extrañar que la sociedad cultural del país entero se conmocionara desde los mismísimos ensayos. El oro había sido pasado por el crisol del fracaso y el sufrimiento, y había quedado sin impureza alguna. Si la recuperación del maestro era un milagro, ¿cómo podía tildarse la obra? Ambos, creador y obra, eran parte de una misma manifestación única y Divina. Fui el primero en escucharlo. Después de mí, reyes y plebeyos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, creyentes y blasfemos, se rindieron ante el poder indiscutible de la obra.
………………….
Cuando el doctor Morton hizo sonar el fonógrafo, atestiguamos el prodigio. Las limaduras saltaron y dibujaron espectaculares filigranas. La emoción era indescriptible, pero el oratorio nos deparaba una sorpresa todavía más contundente. El Aleluya, era el último movimiento de la obra. Ocurrió algo difícil de imaginar. Las limaduras se movilizaron tras la vibración hasta formar una estrella perfecta de cinco puntas. ¿Cómo podía ocurrir esto? Una estrella es un símbolo de complejísima abstracción y diseño. Un patrón de absoluta carga alegórica. Una muestra del desarrollo estético del ser humano. Un trazado para simbolizar un astro.
Todo esto indicaba que la música de Händel era matemática pura, absoluta geometría, derroche de energía y espiritualidad. No cabíamos de asombro. Si los materiales inertes respondían de tal manera a la música de Händel, era comprensible que nuestros corazones estuviesen a punto de estallar.
Cuando la música cesó, se escucharon largos suspiros. Las chicas del grupo se enjugaron las lágrimas. Muchos estábamos boquiabiertos. Otros, con los ojos desorbitados, permanecían contemplando la estrella sobre el cuero del tambor. El doctor Morton se puso de pie como gesto de respeto. Nosotros lo imitamos. Morton quería decir algo, pero se adivinaba un nudo en su garganta y no quiso exponerse al quiebre. Sin embargo, inició, conmovido, un tímido aplauso. Nos sumamos convirtiéndolo en una pequeña pero cálida ovación. Los hombres y mujeres de ciencia aplaudíamos a Händel de pie.
Desde mi corazón, musitando, solo pude decir:
―Aleluya, Aleluya.
Roberto Molinares, Caracas, diciembre de 2021
El cuento Aleluya resultó finalista en la XIV edición del Concurso de Relatos Históricos Hislibris de España. El jurado valoró el relato por su calidad literaria, verosimilitud y contextualización histórica, ubicando la obra en sexto lugar, entre 120 cuentos concursantes en la categoría de cuentos cortos. Los diez mejores relatos cortos serán publicados en la antología correspondiente a la edición de 2021 - 2022.

sábado, 30 de abril de 2022
Constelación Azul
El rayo de esperanza que me abraza...
Constelación Azul es un tema nacido en 2020, en plena pandemia, cuando la fe de muchos sucumbía y veíamos con horror lo que ocurría en el mundo entero.
Surgió durante una caminata obligada, en búsqueda de víveres para mi familia, ya que no había servicio de transporte público. Todo era desesperanzador y el miedo nos paralizaba. Pero ese día, con cada paso, una musiquilla se instaló en mi cabeza y fue cayendo la letra entera, poco a poco como una gotera. Esto es lo que llamo, inspiración e iluminación. Un tema recibido como si alguien lo dictara. Un regalo de Dios.
Aunque cada propuesta musical, es una entrega del autor para que el oyente la interprete, analice y haga suya, me atrevo a revelar, que se trata de un tema donde confluyen tres agradecimientos. Se canta a la mujer amada, a la tierra donde nacimos y a Dios... Todo esto, casi al mismo tiempo, sin que exista una separación en el discurso poético en un tema rítmico y pegajoso.
Agradecido por la compañía y el acompañamiento, (dos cosas semejantes pero distintas), de mi hijo David Alejandro, un adolescente de 16 años que respira y exhala música las 24 horas del día, porque aún cuando duerme, canta. Su pasión y talento interpretativo, siempre me ayudan a dar lo mejor de mí. Agradezco a Dios por su vida y dones.
A Él sea toda la Gloria, la Honra y la Alabanza. Dios es; Ese rayo de esperanza que me abraza, el agua bendita que salpica y que me limpia...
Tema: Constelación Azul. Derechos Reservados
Letra y Música: Roberto Molinares
Miembro 8051 de SACVEN
(Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela)
Vocal: Roberto y David Molinares.
Cuatro Venezolano: Roberto Molinares
Arreglos: Roberto y David Molinares
Edición: David Molinares
Apoyo Logístico: Ana Amaro de Molinares
18 de Abril de 2022

martes, 21 de diciembre de 2021
San Nicolás con kipá
Por Alí Reyes Hernández
La puerta se abrió y cuatro niños salieron a recibirme. Luego supe que me habían esperado todo el día. “Vendrá, vendrá, ya lo verás mamá”, habían insistido mientras enseñaban el papel arrugado de un telegrama.
─¡San Nicolás!… ¡sabíamos que vendrías!
Por momentos como estos es que he estado haciendo este trabajo.
Hablé con ellos y les repartí los juguetes. Pero había una niña rubia que permanecía callada en un rincón. Luego de una espera prudencial me dirigí a ella.
─Hola… ¿formas parte de esta familia?
─No.
Me lo temía… era muy extraña su actitud. Yo me había encontrado con chiquillos que rompían a llorar de miedo, pero ya sabía cómo resolverlo. Este caso, en cambio, era distinto. Nunca me había ocurrido. ¡Y vaya que tenía tiempo en esto!
Recuerdo que inicié este trabajo para romper una frustración de mi niñez. Mientras que todos mis amiguitos disfrutaban de la navidad ─magia que solo se puede materializar en la infancia─ y sus casas se llenaban de destellos titilantes, en la mía apenas se encendían las nueve lucecitas de la Hanukkah.
Al año siguiente (1957) se me ocurrió además, disfrazarme de San Nicolás. Mi parecido con Hemingway, una barba de hule adherible, y unas almohadas convenientemente colocadas, hicieron que el traje me quedara a pedir de boca. Eso lo hice para mis hijos por dos años (Claire tenía cuatro y Daniel tan solo uno) hasta que en el otoño de 1959 vi a una chiquilla con un abrigo más grande que ella, tratando de meter una carta por la ranura de un buzón. ¿La carta para Santa? Eso hizo que me preguntara: ¿Qué pasa con las cartas que no son respondidas? Llamé a la oficina de correos y me informaron que en la sección de rezagos almacenaban talegos con esas cartas. Me dirigí al correo, y luego de llenar innumerables formularios, comencé a revisar. Me sorprendieron las exigencias tan absurdas de los niños mimados; pero seguí hurgando hasta que di con una carta que me paralizó: Querido San Nicolás. Soy una niña de nueve años. Tengo dos hermanos menores y una hermana bebé. Mi papá murió el año pasado y mi mamá está enferma. ¿Puedes mandarme una cobija para evitar que mi mamá sienta tanto frío en las noches? La firmaba “Susanita”.
Reanudé la búsqueda con más bríos, y hallé ocho cartas más por el estilo. Las tomé y, sin salir de las instalaciones del correo, me dirigí a la oficina de telégrafos y a cada niño le envié un telegrama: “Recibí tu cartita; pasaré por tu casa. Espérame”. San Nicolás.
Saqué dinero de mis ahorros y comencé los preparativos. Así lo he estado haciendo temporada tras temporada. Si la experiencia con mis hijos fue enriquecedora, ésta lo fue más porque me enfrenté a realidades descarnadas, que al contrastar con la inocencia de la niñez, hicieron que más de una vez saliera apresurado de una casa para evitar que las lágrimas aflojaran el adhesivo de la barba.
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Hasta que Claire, que a sus diez años ya se perfilaba como escritora, me obsequió un poema:
Ya sé quién es San Nicolás
Es un invento de los papás
Pero ahora lo quiero más
Porque sé que él es mi papá
¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! ¡jo!
Ya que ella había descubierto mi secreto, la llevé donde estaban los juguetes, un espacio habilitado en el sótano. Se impresionó al ver lo ordenado que estaban. Leyó las cartas y… lloramos juntos. De allí en adelante se convirtió en mi mejor ayudante, clasificando, identificando y envolviendo los juguetes. Por otra parte, mi afición por representar al santo navideño hizo que muchos fabricantes de juguetes me enviaran cajas de sus mejores productos y hasta los locales de comida rápida competían porque comiera en ellos. Las veinticuatro horas que van de la Noche Buena a la Navidad las pasábamos ubicando direcciones en el helado ambiente y el congestionado tráfico neoyorkino.
Pero en este momento, ante mí estaba una niña que parecía escéptica. Cosa extraña. Casos como estos deben ser abordados con cuidado, pues no tenía idea del origen de su mutismo.
─¿Cómo te llamas?
─Rut.
─Hola, Rut. ¿Cuántos años tienes?
─Siete.
─¡Acércate, que San Nicolás no come gente!
En un arrebato de valentía se acercó y la senté en mi pierna.
─¿Recibiste algún juguete esta navidad?
─No.
Busqué en el saco la muñeca más linda.
─¿Qué te parece?
Sus ojos se iluminaron, pero aun así guardó silencio.
…Tómala… es tuya.
─No… no puedo.
─¿Por qué no puedes?
Con su mirada me indicó que no quería que los otros niños se enteraran. Así que, poniendo el juguete en sus brazos, bajé la voz.
─Bueno Rut, dímelo solo a mí, al oído.
Se acercó y me dijo en un susurro.
─Es que yo soy judía.
Esta vez fui yo quien se acercó a su oído. Entonces, abandonando el falsete grave del santo navideño, y con la más dulce reverencia, le dije:
─Shemá Yisrael, Adonai eloheinu Adonai ejad.
Sus bracitos se abalanzaron a mi cuello.
─¡San Nicolás!... ¡tú también eres judío!
─Sí Rut. Ese será nuestro secreto. Aunque, a decir verdad, el Niño Jesús también es judío. Entonces ¿Cuál es el problema?
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Jay Frankston, llegó a Estados Unidos desde Europa en tiempos de la post-guerra. Ejerció como abogado, y mientras vivió en Nueva York hizo las veces de San Nicolás por doce años (1959-1971)
Caracas, diciembre del 2015
El cuento San Nicolás con kipá fue finalista en el XIV Concurso Constanti, de Tarragona, España, y forma parte de la antología 2021 del certamen.

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